jueves, 23 de mayo de 2013

Las Epístolas

Tenía cinco años. Vivía en mi reino, era dueño de un castillo tan extenso como el anchuroso espacio de mi mente, el sol nacía por la ventana de mi habitación y se esparcía por un luengo pasadizo al resto de la alcazaba mientras que el viento, en el mundo exterior, hacía danzar las flores y arbustos que se inmolaban como guardianes de mi morada. Nadie parecía estar en desacuerdo con la imposición de mi presencia aunque tampoco aplaudían mis apariciones como en el final de las obras cuando los actores salen al proscenio a saludar al público.
Los días eran normales, con sus mañanas, tardes y noches, vestidas con manteles de colores neutros y cálidos, con la presencia de reyes y reinas por los cielos sometidos al movimiento inexpugnable del paso del tiempo, al igual que los del llano, al igual que yo quien me dejaba seducir con placer por la diosa Evaki cuando el cansancio me conminaba a posponer mis batallas hasta la alborada.
Fue durante una madrugada otoñal cuando el umbral entre el sueño y la vigilia dejó de ser tenue hasta esfumarse por completo y, permitirme así, sentir una presencia nueva que se movía haciendo círculos alrededor de mi cama, levitando para no hacer el mínimo ruido que pudiese despertar a alguno de los miembros de mi familia. Conforme pasaron los segundos, mis ojos miopes se liberaron de sus láminas borrosas y de la prisión de la oscuridad y pudieron definir levemente las características de aquel sorpresivo visitante. Al principio, pude apreciar la forma de un joven de estatura media, de tez blanca, ligero de músculos y de cabello oscuro que parecía estar ondulado, mientras que sus ojos intentaban reflejar el color azul del cielo proyectando una mirada cortante y desconfiada. Sin embargo, cuando su movimiento circundante cesó pude percatarme de un cambio por demás estremecedor. Su estatura aumentó considerablemente, sus músculos se mostraban muy marcados y trabajados mientras que el color de sus cabellos se transformó a cenizo. Sus ojos mantenían el mismo color pero su mirada lanzaba destellos como cuchillas y bajo sus pies nacían núcleos de fuego.
Yo era demasiado pequeño para entender pero quizá “entender” no era el objetivo. Durante aquella visita no pude pronunciar palabra alguna, sólo me dediqué a escuchar y no tuve tiempo para otra cosa. Aquella madrugada recibí una visita inesperada e impuesta, que había vencido la guardia de mi castillo y las altas murallas de mi reino, que entró de manera silente a mi recamara para luego entumecer mis oídos con sus revelaciones, causas y peticiones. Abaddon había irrumpido en mi vida para nunca más irse.
A la distancia era capaz de escuchar el goteo cronometrado de alguna de las viejas cañerías de mi palacio, sonido que iba sincopado con los latidos de mi corazón aún en desarrollo en tanto que mi respiración se volvía muy densa y extenuante. En el siguiente parpadeo, el visitante me manifestó sus escabrosas intenciones a través de una especie de telepatía, evitando con ello la alarma de mi contexto, y asegurando que los mensajes fueran recibidos de manera exclusiva por mí. El azote de sus pensamientos no era combatible. Los núcleos de fuego que nacían bajo sus pies aplastaron la voluntad de mi espíritu y me sometieron a la posición de un simple muñeco de papel.
No conservo la marca del tiempo que se fundió en los relojes pero sí puedo asegurar que fueron miles de gotas las que cayeron de la misma vieja cañería aquella madrugada mientras Abaddon me transmitió sus tortuosos e incansables propósitos. Al irse no levantó polvo ni provocó sonidos, sólo una sensación dispersa de que volvería más pronto de lo que esperaba y mucho más promisoria de lo que deseaba. Ya liberado del contacto, sentí el tibio ingreso de una energía que fue apoderándose de mí, de la estructura ósea de mi cuerpo, esparciéndose entre mis tejidos hasta amalgamarse con mis células.
Al despertarme con los primeros rayos de luz que asaltaron mi habitación fui sorprendido con dos regalos únicos e inseparables dejados por el visitante durante su permanencia, sin lugar a rechazo ni a opiniones contrarias. El primero, un terrible dolor de cabeza que conservo hasta el día de hoy y que cada cierto número de días me pone de rodillas para no olvidarme del nefasto sometimiento que acaece sobre mí. El segundo, el cambio nada figurativo de la linfa por la tinta.
Las secuelas de la visita de Abaddon definieron un camino profundo y oscuro cavado con malicia y estrépito. Me rebalsó la necesidad de escribir epístolas y relatos sobre las experiencias que tenía y las que el visitante me habría de procurar por el resto de mi vida. En mi existencia todo estaba escrito aunque todavía no revelado. Cada dolor de cabeza se derramaba en tinta y con cada explosión de tinta se liberaba un poco de mi tormentoso dolor de cabeza. ¿Había llegado la era de los reveces? Tenía cinco años, tomé una lapicera y comencé a relatar.