Tenía cinco años. Vivía en mi reino, era dueño de un castillo tan extenso
como el anchuroso espacio de mi mente, el sol nacía por la ventana de mi
habitación y se esparcía por un luengo pasadizo al resto de la alcazaba
mientras que el viento, en el mundo exterior, hacía danzar las flores y
arbustos que se inmolaban como guardianes de mi morada. Nadie parecía estar en
desacuerdo con la imposición de mi presencia aunque tampoco aplaudían mis
apariciones como en el final de las obras cuando los actores salen al proscenio
a saludar al público.
Los días eran normales, con sus mañanas, tardes y noches, vestidas con
manteles de colores neutros y cálidos, con la presencia de reyes y reinas por
los cielos sometidos al movimiento inexpugnable del paso del tiempo, al igual
que los del llano, al igual que yo quien me dejaba seducir con placer por la
diosa Evaki cuando el cansancio me conminaba a posponer mis batallas hasta la alborada.
Fue durante una madrugada otoñal cuando el umbral entre el sueño y la
vigilia dejó de ser tenue hasta esfumarse por completo y, permitirme así,
sentir una presencia nueva que se movía haciendo círculos alrededor de mi cama,
levitando para no hacer el mínimo ruido que pudiese despertar a alguno de los
miembros de mi familia. Conforme pasaron los segundos, mis ojos miopes se
liberaron de sus láminas borrosas y de la prisión de la oscuridad y pudieron
definir levemente las características de aquel sorpresivo visitante. Al
principio, pude apreciar la forma de un joven de estatura media, de tez blanca,
ligero de músculos y de cabello oscuro que parecía estar ondulado, mientras que
sus ojos intentaban reflejar el color azul del cielo proyectando una mirada
cortante y desconfiada. Sin embargo, cuando su movimiento circundante cesó pude
percatarme de un cambio por demás estremecedor. Su estatura aumentó
considerablemente, sus músculos se mostraban muy marcados y trabajados mientras
que el color de sus cabellos se transformó a cenizo. Sus ojos mantenían el
mismo color pero su mirada lanzaba destellos como cuchillas y bajo sus pies
nacían núcleos de fuego.
Yo era demasiado pequeño para entender pero quizá “entender” no era el
objetivo. Durante aquella visita no pude pronunciar palabra alguna, sólo me
dediqué a escuchar y no tuve tiempo para otra cosa. Aquella madrugada recibí
una visita inesperada e impuesta, que había vencido la guardia de mi castillo y
las altas murallas de mi reino, que entró de manera silente a mi recamara para
luego entumecer mis oídos con sus revelaciones, causas y peticiones. Abaddon había irrumpido en mi vida para
nunca más irse.
A la distancia era capaz de escuchar el goteo cronometrado de alguna de las
viejas cañerías de mi palacio, sonido que iba sincopado con los latidos de mi
corazón aún en desarrollo en tanto que mi respiración se volvía muy densa y extenuante.
En el siguiente parpadeo, el visitante me manifestó sus escabrosas intenciones
a través de una especie de telepatía, evitando con ello la alarma de mi
contexto, y asegurando que los mensajes fueran recibidos de manera exclusiva por
mí. El azote de sus pensamientos no era combatible. Los núcleos de fuego que
nacían bajo sus pies aplastaron la voluntad de mi espíritu y me sometieron a la
posición de un simple muñeco de papel.
No conservo la marca del tiempo que se fundió en los relojes pero sí puedo
asegurar que fueron miles de gotas las que cayeron de la misma vieja cañería
aquella madrugada mientras Abaddon me
transmitió sus tortuosos e incansables propósitos. Al irse no levantó polvo ni
provocó sonidos, sólo una sensación dispersa de que volvería más pronto de lo
que esperaba y mucho más promisoria de lo que deseaba. Ya liberado del
contacto, sentí el tibio ingreso de una energía que fue apoderándose de mí, de la
estructura ósea de mi cuerpo, esparciéndose entre mis tejidos hasta amalgamarse
con mis células.
Al despertarme con los primeros rayos de luz que asaltaron mi habitación
fui sorprendido con dos regalos únicos e inseparables dejados por el visitante
durante su permanencia, sin lugar a rechazo ni a opiniones contrarias. El
primero, un terrible dolor de cabeza que conservo hasta el día de hoy y que
cada cierto número de días me pone de rodillas para no olvidarme del nefasto
sometimiento que acaece sobre mí. El segundo, el cambio nada figurativo de la
linfa por la tinta.
Las secuelas de la visita de Abaddon
definieron un camino profundo y oscuro cavado con malicia y estrépito. Me
rebalsó la necesidad de escribir epístolas y relatos sobre las experiencias que
tenía y las que el visitante me habría de procurar por el resto de mi vida. En
mi existencia todo estaba escrito aunque todavía no revelado. Cada dolor de
cabeza se derramaba en tinta y con cada explosión de tinta se liberaba un poco de
mi tormentoso dolor de cabeza. ¿Había llegado la era de los reveces? Tenía
cinco años, tomé una lapicera y comencé a relatar.