martes, 14 de octubre de 2014

Carta urgente para mi mejor amiga



Lima, 08 de marzo de 2003

Hola Nati:

Ha pasado mucho tiempo desde la primera vez que te vi a través de mi ventana, parada en el umbral de la tuya, con mi vista borrosa ocasionada por el imperio del astigmatismo y la miopía, capaz de captar la figura de tu rostro pero no la belleza de sus detalles. Tuvieron que pasar casi diez años para que mis ojos se liberaran de sus telarañas, diez años llenos de incógnitas e hipótesis, de encuentros fortuitos desde los matutinos hasta los nocturnos, todos a través de las mismas ventanas, sin compartir alegrías y penas, logros y fracasos, veranos e inviernos.

Mi excelsa timidez fue la culpable de que nunca te haya saludado o por lo menos sonreído durante esos casi diez años de neutralidad y, por qué no decirlo, de vergüenza desmesurada, sin embargo, por aquellos días llegué a una conclusión: “No hay vergüenza que dure diez años ni ventana que la resista”. Fue por ello que ideé un plan para poder conocerte y junté a mis amigos para planteárselos, aquellos amigos que también conociste y con los cuales compartimos muchos momentos. La idea de “permitir” el ingreso de chicas a un grupo exclusivo para varones fue extravagante y muy moderna para nuestras vetustas mentes, algo semejante a la sola noción de que “los chicos del club de Toby” dejaran ingresar a “la pequeña Lulú y sus amigas” al “Club Secreto”.

El día llegó. Pactamos una reunión en la terraza de la casa de mis padres, la misma que colindaba con la casa de los tuyos. Lo primero por decir es que la impresión que tuve cuando te vi aquella tarde cara a cara es incapaz de ser descrita en este pedazo de hoja. Pese a ello, y apropiándome de la simpleza del que sólo desea comunicar, puedo mencionar que aprendí a reconocer las facciones de tu rostro, tal como las había imaginado desde siempre. Lo segundo por comentar es que la ventana de tu cuarto se veía desolada cuando no estabas asomada por ella.

Aquella tarde, y parte de la noche, mientras charlábamos, comencé a completar poco a poco el rompecabezas que había formado sobre ti. A los pocos días cumplí años y una semana después te tocó cumplirlos también. Fue lindo que formaras parte de mi celebración y que formara parte de la tuya. Una nueva era estaba pariendo con el sol de cada mañana, invitándome a abrir las ventanas y a correr las cortinas, dejando que la luz vistiera mi habitación de día, poniendo en manos de la diosa Tique el destino de encontrarme o no contigo entre ese cuadro de vidrios.

Los días transcurrieron y nuestros encuentros fueron más frecuentes, incluso en la universidad, donde habías iniciado el primer ciclo de estudios generales mientras yo estudiaba los primeros ciclos de la facultad de leyes. Me viene a la mente la imagen de un amigo entrañable que hasta ahora conservo y que fue profesor tuyo durante aquella época. Juan Carlos Román Torero, tutor, colega, amigo y confesor que hasta ahora me sigue preguntando por ti, como en aquellas oportunidades cuando quería hacerme pasar vergüenza delante de toda tu clase en cada ocasión en la que me veía pasar por alguno de los pasadizos donde estaba dictando cátedra. ¡Si supieras las historias que él inventaba! Reminiscencias de larga data.

Tengo presente los dos primeros momentos en los que quebranté mi timidez para acercarme un poco más a ti a pesar que luego me escondí un poco para recuperar el color. Quizá aquella estrategia no haya sido más que una imitación lúdica de una de las tesis de Lenin que señala que “a veces hay que retroceder un paso para avanzar dos”. Uno de esos momentos fue el día que te regalé el CD “Días y Flores” de Silvio Rodríguez. Quería compartir contigo un poco de la esencia que había formado parte de mí desde niño, el sentir del trovador, del cantor que busca justicia a través de la combinación de su voz y los acordes de una guitarra, del poeta que explota su romanticismo hasta convertirlo en polvo de estrella. El otro momento fue la tarde en la que te obsequié un leoncito guardado dentro de una pequeña lata de colores. Recuerdo que cuando lo vi en la vidriera de una tienda no pude resistirme a la idea de comprarlo para ti. Era muy graciosa la cara del leoncito y pensé que había una oportunidad de que él te arrancara una sonrisa. Felizmente así ocurrió.

Y pasaron las semanas y los meses y nuestra amistad se fue enriqueciendo. Mi necesidad de verte se hacía notar en algún momento del día aunque no en todas las ocasiones era satisfecha pues tu afán por el estudio de los cursos de la universidad y del francés te tenía bastante ocupada. Ello era inteligible pues siempre me demostraste ser responsable y disciplinada, cualidades que no eran, y aún no son, muy comunes para chicos de la edad que tenías.

Hasta entonces, los intereses y prioridades en mi vida convergían en dos temas que me apasionaban de manera inconmensurable: El fútbol y la música. Jugar a la pelota con los amigos y tomar una guitarra para cantar y componer eran pan de cada día. También esperaba los fines de semana para ver los partidos de Sporting Cristal. Aquellas cosas tenían mi mente totalmente ocupada a tal punto de descuidar mis estudios universitarios y de no tener tiempo para otra cosa. Sin embargo, el tiempo me demostró que las cosas más bellas nacen sin que uno las espere y mucho menos las planifique.

Era extraño para mí que pasara un día completo sin tener noticias tuyas, sin que conversáramos sentados en las bancas del parque o habláramos por teléfono. Los sábados por la mañana te convertiste en el público predilecto que escuchaba los ensayos de mi grupo de neo folklore, los oídos que representaban mi más importante audiencia, la que no aplaude pero sonríe, la que estaba atenta sin desconcentrarse para poder estudiar, la primera de la fila, la última en retirarse.

La vida es muy peculiar en ocasiones, de ello no me cabe duda. Mi afán por conocer más de ti sobrepasó la idea original de acercar nuestras ventanas. Lo más curioso fue que en el intento de conocerte me fui conociendo más a mí mismo, redescubriendo las zonas pocas veces exploradas de mi interior, abriendo las puertas a la iniciativa para encontrar nuevas formas de compartir minutos junto a ti. Por ello fui, por ejemplo, al “Blockbuster”, que en aquella época quedaba en la avenida Raúl Ferrero y alquilé la película “Siete Pecados Capitales” para verla en mi casa, o me pasé calentando por casi cuatro horas el horno de adobe de la casa de mis padres para cocinar una pizza para ti. Algo me estaba ocurriendo. Un sentimiento me estaba asaltando el corazón, desnudándolo por completo, cambiando el orden de mis prioridades, poniendo de cabeza lo que durante mucho tiempo creí tener bajo control. No había marcha atrás amiga mía. Me había enamorado de ti y no pasó mucho tiempo para aceptarlo.

Lo que sentía era muy complicado de mantener sellado entre mis dientes. Los espacios silentes iban desertando ante la necesidad del nacimiento de mis palabras. Necesitaba hablar con mis amigos, con los grandes, los del día a día, los de las noches en vela, los de las madrugadas confesas, aquellos que merecían saber y quizás hasta decir. En esos días, Jose y yo íbamos juntos a casi todos lados, fue una amistad que se hizo muy fuerte gracias a los momentos vividos. No deja de ser cierto que Jorge era, y es hasta ahora, como un hermano, pero en ocasiones las decisiones que tomamos nos abren las puertas de los caminos más inhóspitos.

Te cuento, querida amiga, que un sábado por la tarde tomé el teléfono y llamé a Jose para pedirle que nos veamos en nuestra banca del parque porque tenía algo muy importante que decirle. Quedamos en vernos media hora después. Cumplido el plazo, nos encontramos en el punto pactado y, luego de saludarnos como siempre, le dije que quería contarle algo que estaba sintiendo desde hace algún tiempo cuando de pronto me interrumpió de manera casual y me dijo que me quería decir algo. En ese momento, tomé una de las decisiones que más me he cuestionado en la vida, no por pensar que mi vida podría haber sido diferente, sino porque la frase “que hubiera sido si” jamás abandonó mi mente. En aquel momento decidí dejarlo hablar a pesar que mi necesidad me estaba partiendo el cuerpo en dos. Siempre fui así. Los amigos eran mis hermanos y ellos siempre eran primero que yo. Al escuchar lo que Jose me quería decir me quedé perplejo, sin oxígeno, invadido por una corriente de frío que turbó mis nervios y me dejó sin piso. Jose me confesó que le gustabas mucho y que no sabía cómo hacer para acercarse más a ti. No recuerdo mucho sobre el resto de la conversación pero estuvimos en aquella banca por casi dos horas. Cuando se hizo oportuno mi turno para contarle lo que desde un inicio había pretendido sólo atiné a improvisar algún tema que me hiciera zafar del momento. Como te digo líneas arriba, para mí los amigos eran como hermanos, y Jose en especial. Algún código que no sabía que tenía en mis principios me indicó que lo mejor era guardar silencio y en el mejor de los casos, tratar de que por lo menos uno de los dos fuera feliz con la persona que quería.

Luego de aquella tarde, donde paradójicamente me quedé impávido, el cielo, en su demostración más mítica, no se detuvo y a pesar que mi corazón nunca dejó de latir sabía que de alguna manera tenía que tratar de controlar el raudal y el fulgor de un sentimiento que por naturaleza es indomable. Era imposible verte y convencerme a mí mismo que podía solapar lo que sentía frente a los demás por lo que no dudé en aceptar la visita de la complicidad.

Durante aquellos días, Pepe y yo llevábamos cursos de inglés en el Centro de Idiomas de la Católica. Fueron varios viajes de ida y vuelta durante varios días de la semana. Bastó uno de ellos para que mi querido amigo me preguntara si sentía algo por ti. La repuesta se caía de madura. Segundos después, empezó a llamarme “cousin”, así como suena, sin que importasen las clases de inglés que nuestros padres pagaban. Fue como su aprobación explícita e indirecta para que yo hiciera lo que creyera pertinente. Me sentí muy bien y abordé a una dulce realidad: “Este Quijote ya tenía un Sancho Panza”.

Como dice el conocido locutor Roberto Zegarra: “el tiempo para, el tiempo no se detiene, el tiempo sigue su curso”, y efectivamente, no paró, no se detuvo, siguió su curso. Mi necesidad de verte se tornó superlativa en los días que me distanciaron de aquella tarde en la que me reuní con Jose. Sólo necesitaba buscar tu compañía y averiguar qué sentimientos rozaban tu corazón. Nuestros encuentros fortuitos dejaron de serlo y caí en cuenta que poco a poco había sido desplazado al intentar vivir en un universo paralelo. La presencia de una amiga en común, más tuya que mía, ocasionó una revolución en mi forma de vivir y me dejé llevar por la marea como un bote resignado a la deriva. Tu acercamiento con Jose no hizo otra cosa que abrir la cerca que retenía mis demonios y, como caballos, éstos salieron a recorrer el mundo dejándome con la necesidad de cubrir un gran vacío. En varias ocasiones he pensado que debí irme, escapar de todo y rescatar lo poco bueno que tenía de mi vida y conservarlo fuera de la contaminación de la madurez. El resto de la historia ya la sabes, o por lo menos crees saberlo. He pasado por años muy difíciles, llenos de dificultades, tropiezos, desolación y exacerbada soledad. Mucho he perdido y en esa ruta el dolor me ha sido fiel y aun así en una semana cumplo veinticinco años. Me acabo de asomar por la ventana de mi antiguo cuarto y ya no te veo en el tuyo. La ventisca escurridiza que aplana mi rostro me saca de la hipnosis a la que me transporta el recuerdo, lo añoranza, la melancolía. Te he necesitado mucho, en todos estos años en los que te he visto pasar y jamás detenerte, en los que te vi partir y nunca volver, en los que te he pensado tanto y por poco te he vuelto realidad.

Los días, meses y años han pasado y las heridas nunca han terminado de cerrar. Por encima de los sentimientos que tuve por ti, tenía y aún tengo nuestra amistad a buen recaudo que, gracias a mis errores, se volvió etérea pero quizá con el tiempo recuperable. Hay temas que he dejado en el ático hasta una próxima “limpieza de primavera”, cuando por fin abra las ventanas y corra las cortinas nuevamente y sienta que, esté donde esté, desde la ventana en la que me encuentre, todavía existe la esperanza de que al frente te encuentres engalanando otra ventana desde la cual estarás sonriéndome, regalándole luz a cada rincón de mis ojos, usando tus lentes preparada para leer algún informe o material de trabajo o quizá junto a tus hijos. En ese momento, suspirando como si la hora me hubiera llegado o como si le estuviera debiendo minutos a mí historia, te diré con todo el cariño que cabe en mi corazón: “bienvenida Nati, yo nunca me fui. Siempre estuve aquí.

Con mucho cariño, desde mi ventana.