domingo, 30 de noviembre de 2014

La niña del vestido blanco

Los primeros rayos de sol asaltan la oscuridad de mi refugio sideral, el amanecer se ha vestido con las cortinas que cubren las ventanas de mi habitación y en su danza lanzan brisas que me invitan a levantarme, a poner los pies sobre el tapiz que me protege del suelo frío. No hay lugar para estiramientos porque es la hora de la luz, de la verdadera luz, aquella que desde un inicio se presentó para alejarme de la opacidad que aquejaba al resto del mundo.

Me dirigí raudamente hacia el umbral de la ventana y me escondí entre los pliegues de las cortinas para mirar la calle sin riesgo de ser descubierto. Un brillo inagotable hacía más clara la mañana, la luz verdadera había despertado también y jugaba sobre el asfalto enviándome algunos halos que atravesaban los vidrios del batiente. Te vi, estabas con un vestido blanco, los cabellos ondeados de color castaño y la sonrisa de primavera, desperdigando risas como flores de colores, retozando mientras dibujabas caminos, rodeada de maravilla, volviendo hermoso cada espacio por el que regabas tus pasos de niña tierna. Te vi cuando llegaste a vivir a la misma calle en la que yo vivía y no fue necesario tenerte cerca para saber que de alguna manera estabas conmigo.

¡Qué sensación tan extraña habitaba mi cuerpo! ¿Qué duendecillo juguetón bailaba en el interior de mi abdomen? ¿Qué alegría era capaz de tatuarme una sonrisa tan perfecta como la que me visitaba en aquel momento? Sin tener las respuestas, me dediqué a continuar viéndote vivir con felicidad hasta el momento en que ingresaste a tu casa para compartir tu vida con los tuyos y hacerlos felices.

Al caer la noche, Hipnos intentó someterme a sus dominios, sin embargo, acuso que su poder sobre mí no fue lo suficientemente insondable por lo que no me fue difícil distraer su mandato hasta caer en la divagación. En contraste con el profuso silencio que acompaña la intención de dormir, asomaba a la distancia una mezcla incomparable de sonidos compuesta por el estridulo de las chicharras, el ondeo de las cortinas azotadas por las ventiscas curiosas que se escurrían por los marcos de la ventana de mi dormitorio y el sonido suave pero constante del motor de la refrigeradora de mi casa.

Finadas las divagaciones propias de darle libre albedrío al pensamiento, un recuerdo asaltó mi mente para poseerlo sin excusas. Te pensé como si te estuviera viendo en ese mismo instante y sentí nuevamente el baile del duendecillo en el interior de mi abdomen. Debo confesar que aquella mañana se convirtió en una remembranza imposible de olvidar pese a que millones de recuerdos han intentado vanamente ocupar su lugar hasta el día de hoy.

La nueva mañana no distó mucho de la precedente. Había nacido en mí una necesidad imperiosa por verte, por disfrutar de tu presencia aunque fuera a la distancia, como un espectador sentado en la galera. Pasé mirándote durante varias semanas hasta que se presentó ante mí el momento en que precisé saber un poco más de ti y con tal intensidad que mi necesidad hizo que dejara de lado la cruenta timidez que me había vestido durante mi corta existencia.

Cierta tarde de diciembre me asomé por la ventana y te vi jugando con un grupo de niñas. Aún con los ojos cerrados era capaz de verte brillar como las luces fluorescentes en los conciertos de música, podía distinguirte del resto del universo compartiendo tu aura lúdica en cada paso fortuito que le ofrendabas a la tierra, en cada carcajada que se hizo sinfonía en el más favorito de mis álbumes musicales. Un impulso acorazado y sin miramientos me llevó a abandonar la ventana de mi habitación para salir a darte el encuentro. Necesitaba saber tu nombre y que supieras que yo existía muy cerca de ti, aunque eso implicara un mundo paralelo. De alguna forma debía producirse una especie de “Big Bang” para que esta historia dejara de ser un monólogo y se convirtiera en una conversación.

Caminé lentamente hacia ti, como quien no desea perderse un momento de ese trayecto, un instante de la película, de esa distancia que se acortaba conforme mis piernas funcionaban con las características de un metrónomo. En el ínterin, recibí el rebote de un balón de vóley con el que jugabas junto a tus amigas. Encontré la excusa perfecta para acercarme a ti. No lancé el balón de regreso, simplemente caminé los pocos pasos que faltaban para acariciar tu presencia y te lo entregué en las manos. Fue la primera vez que te vi cara a cara en todo el tiempo que te contemplé desde el anonimato. Me dediqué a mirar tu rostro unos segundos, como si tuviera que grabarme sus detalles para poder plasmarlos en un dibujo. De repente pusiste tus manos sobre las mías y tomaste el balón y me diste las gracias. Mi parte todavía consciente me dio la bofetada precisa para reaccionar y romper mi silencio.
- Por nada- te dije. Me llamo Fabián- pronuncié, esperando que también me revelaras tu nombre.
- Yo me llamo Almendra- me dijiste sonriendo y desde ese momento entendí que la felicidad tenía nombre y vivía a cinco casas de la mía. Luego de ello te fuiste a jugar con tus amigas mientras yo continué caminando con dirección al parque para buscar a mis amigos. Del resto de aquel día no guardo registro alguno pero en la noche que sobrevino no pude conciliar el sueño. La emoción que tenía por mi encuentro con la niña del vestido blanco me dejó con tanta energía que pasé las últimas horas del día trazando dibujos con los flotadores oculares propios de mi miopía.

A decir verdad, por aquellos tiempos, esa fue la victoria más grande que tuve contra mi timidez. No fueron pocos los días en los que te veía pasar rumbo al parque o jugando con tus amigas en la calzada de nuestra calle y sólo atiné a saludarte a la distancia, esbozando una sonrisa, levantando la mano indecisamente o susurrando un “hola” imposible de vencer los sonidos que moraban a plena luz del día. Así pasaron los días, las semanas, los meses. Lo curioso de todo esto radica en que yo sentía que siempre respondías cada una de mis sonrisas con otra realmente hermosa y que me mirabas como si en tus ojos hubiera espacio para mí. Por lo menos eso es lo que yo quería creer, aunque dicha aseveración era demasiado subjetiva y tendenciosa.

Una morena tarde de febrero volví a mí como lo hacen los soldados luego de recuperarse de las guerras, salí de mi casa y caminé velozmente con dirección a tu casa. Nunca supe qué ataque de valentía y decisión me poseyó aquella tarde, simplemente no soporté más mi anonimato, mis sombras y temores y fui a encontrarte. Al llegar a tu casa toqué el timbre dos veces y no fue mucho lo que tuve que esperar por una respuesta. Salió tu mamá y le pedí hablar contigo. Luego de un par de minutos, abriste la puerta y tu presencia me abordó el alma, llenando mis espacios vacíos, mis carencias afectivas, la fe de ser más de lo que alguna vez pensé que se podía. Al saludarte hurgué en aquella dulce mirada que siempre vestía tus ojos y te pregunté cómo estabas. Todo marchaba bien, conversamos por varios minutos hasta que una especie de explosión detonó en mi interior para regresarme al mundo real, ese del que nunca puedes escapar, en el que vivimos de manera inevitable. Me contaste que tu padre había conseguido un nuevo trabajo fuera del país y que toda la familia iba a viajar en los próximos días. Había perdido tanto tiempo, tantas posibles experiencias, tantas risas, sonrisas, momentos de alegre compañía y quizá los de tristeza, había perdido tanto a causa de la cobardía, la indecisión y mi condenada timidez.

En el fondo sabía que iba a ser una de las últimas oportunidades para decirte lo que sentí al verte por primera vez con aquel vestido blanco, para decirte que aún sentía, y con más intensidad, la presencia de aquel duendecillo juguetón bailando en el interior de mi abdomen, que me encantaba tu cabello largo ondeado, el color de tus ojos, la mirada que de ellos brotaba, tu sonrisa y la luz que se esparcía acompañando tu risa. En el parpadeo más corto de mi vida, consumé mi plan y luego me perdí en el olvido por un tiempo. Pasados unos días, te fuiste y nunca más te volví a ver, sentencié a mi timidez a cadena perpetua, al destierro merecido a las tierras lejanas donde habita el remordimiento sin oportunidad de redención. Aquella tarde en la que dejé salir mis sentimientos ocurrió algo muy lindo, algo que hasta este instante me pone tibio el corazón y que guardo en el espacio más vivo y privado de mi alma.

Niña del vestido blanco, te prometo que si existe otra vida y te encuentro en ella, sólo necesitaré dos segundos. Uno para hacerte recodar aquel amor por ti que se alojó en mi corazón infante y otro para abrazarte muy fuerte y nunca más dejarte ir.