Era
domingo. Habían pasado las dos terceras partes del día y Mercedes comenzó a
confundirse entre el vahído que le heredó la hambruna y la sensación de caída
propia de los mortales que van perdiendo el alma. No había probado alimento
alguno en días, sufría de tuberculosis pero a pesar de ello tenía ganas de
resurgir de sus cenizas. Se encontraba ojerosa producto del insomnio causado
por los fuertes, ensordecedores y constantes tosidos que acompañaban su
dificultosa respiración. De carne le quedaba poco. Los huesos eran la prueba de
su existencia humana, no se peinaba el cabello pues la última vez que lo hizo
se quedó con media cabellera en la peineta, no se lavaba por temor al
desprendimiento del poco pellejo fiel que aún la acompañaba, sus labios se
descolgaron días antes que se le cayeran los últimos dientes incisivos y
premolares de la boca. Ansiaba cenar y sobre todo sentir el olor de algo
agradable pero las abundantes costras que habitaban sus fosas nasales y la realidad
propia de vivir en el medio de un basural le negaban tal anhelo.
Todavía
era domingo. Mercedes se aferró a un corazón de Jesús, un regalo que su
fallecida abuela le dio al cumplir los quince años, le rezaba murmurando
plegarias casi silentes debido a la debilidad extrema que sólo le permitía aspirar
las sobras de oxígeno que se dispersaban en el espacio en el que yacía.
Mercedes lloró sin botar lágrima alguna, sentía frío pero sólo le alcanzaba
para cubrirse con el polvo de la ciudad, se movía solamente cuando la tierra
temblaba por el raudo paso de los automóviles, seguía teniendo hambre y las ganas de
sobreponerse a su tiempo.
Ya
se dormía el domingo. Mercedes empezó a temblar, a convulsionar como si un
demonio le hubiese querido salir del pecho, sus ojos perdieron la órbita, sus
huesos empezaron a partirse y de manera repentina empezó a sudar tímidamente.
Mercedes tenía fiebre. Su temperatura ascendió sin medida, no tenía nervios, su alma levitaba exigiendo
tener un destino definido, su sola temperatura abrigó la noche de aquel día y
la volvió verano en pleno julio de Lima. La fiebre la conminó al delirio y en
el transcurso de esta alteración se le escapó una sonrisa esclavizada por el
espanto que la sometía a su execrable realidad, una de esas sonrisas que
parecen manifestar plena felicidad y satisfacción; luego de ello, botó unos intentos de suspiro
mientras se tomaba las manos para cobrar más valor.
Sólo
la fiebre, al hacerla delirar, le hizo creer por un momento que su realidad era
diferente, que los motivos de su vida habían sido por demás alegres. Una vez
pasado el delirio, una vez que la fiebre la abandonó, en el final de un día
domingo, Mercedes falleció.
Dedicado
a todo aquel que vive en paralelo en un mundo que por su naturaleza nunca estuvo
dividido en dos.