domingo, 21 de febrero de 2016

La fiebre

Era domingo. Habían pasado las dos terceras partes del día y Mercedes comenzó a confundirse entre el vahído que le heredó la hambruna y la sensación de caída propia de los mortales que van perdiendo el alma. No había probado alimento alguno en días, sufría de tuberculosis pero a pesar de ello tenía ganas de resurgir de sus cenizas. Se encontraba ojerosa producto del insomnio causado por los fuertes, ensordecedores y constantes tosidos que acompañaban su dificultosa respiración. De carne le quedaba poco. Los huesos eran la prueba de su existencia humana, no se peinaba el cabello pues la última vez que lo hizo se quedó con media cabellera en la peineta, no se lavaba por temor al desprendimiento del poco pellejo fiel que aún la acompañaba, sus labios se descolgaron días antes que se le cayeran los últimos dientes incisivos y premolares de la boca. Ansiaba cenar y sobre todo sentir el olor de algo agradable pero las abundantes costras que habitaban sus fosas nasales y la realidad propia de vivir en el medio de un basural le negaban tal anhelo.

Todavía era domingo. Mercedes se aferró a un corazón de Jesús, un regalo que su fallecida abuela le dio al cumplir los quince años, le rezaba murmurando plegarias casi silentes debido a la debilidad extrema que sólo le permitía aspirar las sobras de oxígeno que se dispersaban en el espacio en el que yacía. Mercedes lloró sin botar lágrima alguna, sentía frío pero sólo le alcanzaba para cubrirse con el polvo de la ciudad, se movía solamente cuando la tierra temblaba por el raudo paso de los automóviles, seguía teniendo hambre y las ganas de sobreponerse a su tiempo.

Ya se dormía el domingo. Mercedes empezó a temblar, a convulsionar como si un demonio le hubiese querido salir del pecho, sus ojos perdieron la órbita, sus huesos empezaron a partirse y de manera repentina empezó a sudar tímidamente. Mercedes tenía fiebre. Su temperatura ascendió sin medida, no tenía nervios, su alma levitaba exigiendo tener un destino definido, su sola temperatura abrigó la noche de aquel día y la volvió verano en pleno julio de Lima. La fiebre la conminó al delirio y en el transcurso de esta alteración se le escapó una sonrisa esclavizada por el espanto que la sometía a su execrable realidad, una de esas sonrisas que parecen manifestar plena felicidad y satisfacción; luego de ello, botó unos intentos de suspiro mientras se tomaba las manos para cobrar más valor.


Sólo la fiebre, al hacerla delirar, le hizo creer por un momento que su realidad era diferente, que los motivos de su vida habían sido por demás alegres. Una vez pasado el delirio, una vez que la fiebre la abandonó, en el final de un día domingo, Mercedes falleció.



Dedicado a todo aquel que vive en paralelo en un mundo que por su naturaleza nunca estuvo dividido en dos.