miércoles, 21 de mayo de 2014

La muerte duerme bajo mi cama


Dormir bajo el cielo de este mundo aciago, soñando entre nubes, alucinando soles, lunas y estrellas mientras asimilo que soy parte de un firmamento que nadie quiere mirar por temor; levitar en lo denso intentando prevenir una caída definitiva, abrir los brazos para volar con rumbo a casa deseando que mi cuerpo se convierta en cenizas al atravesar la atmósfera, luchar por ser libre rompiendo las cadenas que esclavizan mi moral, mi manera de creer y de confiar. Dormir bajo el cielo de este mundo no resulta lo más adecuado.

Respirar en equinoccio a pesar de haber muerto en solsticio, volverme insomne para ponerle fin al gobierno de las pesadillas, parecer deslumbrado por la opacidad de aquello que muchos vieron como luz, desnudar mis pensamientos para liberarlos del pudor y los miramientos de una conciencia colectiva mojigata que elimina los "mea culpa" al salir de las iglesias, ser de los pocos que levantan la mano cuando se repasa la lista de culpables, asumir en solitario que este espacio es demasiado corto para todo lo que hay por decir, enmudecer entre el bullicio cuando se trata de pedir, alzar la voz para reclamar por la justicia y equidad ausentes a pesar de sentir los labios cocidos. Dormir bajo el cielo de este mundo no es conveniente.

Suturar el corazón que se remoja en vino tinto por falta de sangre, ponerle un yunque al alma para evitar que abandone el cuerpo de quienes dejaron morir a su niño interior, clausurar mi boca para que la gente que me estima no escuche el grito desgarrador que vive abundante en mi garganta, sellar mis oídos para resistirme al susurro de aquella que pernocta bajo mi cama; vivir y crecer entre grises a pesar de haber nacido entre colores, ahuyentar a mi arcángel para evitar que sea devorado por el bostezo de alguno de mis demonios, sonreír para dibujarme arrugas afianzando la pantomima de aquella mentira llamada felicidad. Dormir bajo el cielo de este mundo no resulta recomendable.

Convertirme en melodía para recibir latidos con linfa cada vez que soy interpretado, ser bastidor de una pintura en blanco que agoniza mientras lo consume el terror al vacío, sucumbir ante la triste realidad de no ver mi reflejo en un espejo por falta de brío y fiereza, poetizar sin rima, métrica y ritmo, cantar irrumpiendo pentagramas, asesinando corcheas, fusas y semifusas, llenar de silencios las comparsas de los carnavales que se someten al cemento y la añagaza, dejar que explote el podio desde el cual arremeto contra la indiferencia, ser oído pero no escuchado, ser escuchado pero no comprendido, ser tildado de anarquista en un planeta donde nada está en su lugar. Dormir bajo el cielo de este mundo es mucho más que inapropiado.

Dejar que llueva en mis ojos para calmar la sed de la tierra que empieza a tragarse mis huesos, inmolarme consumiendo valentía para darle paso a la temeridad, apagar mi vida como se apagan las luces cuando va a empezar una obra de teatro, ser actor principal de ésta y morir como un "extra" más que pasa desapercibido por todo aquel que no repara en los detalles, aceptar que soy un ente periférico que se aleja progresivamente de su núcleo vital, cerrar un trato con el amo del tártaro para ganar olvido sacrificando trascendencia, eclipsar mis ojos para caminar eludiendo a los fríos que buscan comerse mis retazos, recoger mis pasos para no dejar una lista de asuntos pendientes como herencia. Dormir bajo el cielo de este mundo es altamente nocivo.

Dormir no es, en sí mismo, un acto peligroso, mucho depende de quién, cómo y dónde se duerme.

Ella duerme bajo mi cama desde hace mucho, desde aquella noche en la que se enteró que me había dado cuenta que el techo que se posaba sobre mi cabeza se estaba quebrando, mostrando su cara real, sin dogmas utopías o fantasías.

Ella duerme bajo mi cama y algunas noches ronca para hacerme recordar su tenebrosa presencia, en otras, canta para aminorar la falta de ponderación de mis nervios, y muy pocas veces, sale de cacería para permitirme respirar tranquilo.

Ella duerme bajo mi cama y me abraza para que sienta su atracción, su invitación intacta para iniciar un amorío, su apariencia de respuesta a las miles de interrogantes que deambulan en mi mente.

Ella duerme bajo mi cama pero eso no me atormenta ni me preocupa, no causa mayor efecto en mí. Ella duerme bajo mi cama, ella, la muerte, y hay un riesgo latente de que una de estas noches despierte.






miércoles, 14 de mayo de 2014

Lontananza


El tiempo no para, transforma las vivencias en reminiscencias, arrasa con los planes que se enferman de pausa, como lo hacen los aluviones con pueblos enteros. Las manecillas del reloj se convierten en cuchillas que van desgarrando la memoria, apagando el pasado mientras encienden el presente sin la certeza de futuro. En ocasiones, convierte nuestros errores en disculpas, nostalgia y distancia, disfraza con costumbre al amor y viceversa, dibuja arrugas en nuestros rostros como el papel crepé que se arrebuja, se alimenta de melancolía y despilfarra espanto cuando al mirar hacia atrás sentimos que nuestra vida no ha sido útil.

No cabe duda. “El tiempo es veloz”, como dice Lebón, y no hay especie en el planeta que se mantenga fuera de esta premisa.

El tiempo va pasando entre bostezos y parpadeos, algo tan humano como animal, que va más allá del todo aunque en sí sea sólo una parte.

Un primer bostezo me lleva a mi niñez, a los días de los pantalones cortos, de las mañanas de escuela y las tardes lúdicas, a las meriendas con avena de manzana y galletas caseras, a los cuentos antes de dormir, a las ocasiones en las que mi madre me lavaba las manos y, de paso, el corazón, a las sonrisas, a la risa y al engreimiento.

Un primer parpadeo me arranca de aquel cielo y me manda a la adolescencia, a la primera pérdida, al descubrimiento del dolor que va más allá de la piel y consume el alma, al reconocimiento de mí mismo, al romance con las cuerdas, los vientos y las percusiones, a las voces que curan los silencios con armonías, a las primeras peleas, a la mezcla del amor con el resentimiento, los miedos y las dudas, al primer beso que luego se convirtió en el último, a las plegarias y a la fe sin cruces ni religiones.

Un segundo bostezo me traslada a mi salón de clases en el colegio, la carpeta individual, mi número de orden, el aprendizaje cultural y el humano, los juegos grupales, los momentos de soledad, el canto de mis amigos acompañado por la melodía de mi vieja guitarra acústica, las actuaciones, la entrega de libretas, las bromas y la complicidad, las ganas de seguir durmiendo por las mañanas, la renuencia por crecer, el último año de cursos, el inicio de la vida que nos empuja al camino de la responsabilidad y nos arrebata la nube.

El tiempo no es más que eso, una pauta que divide nuestra vida en eventos, una secuencia de rieles sobre las que se mueve un tren a toda velocidad.

Antes de dejar descansar la tinta, me viene a la mente una frase de la canción "Mi caramelo" de la Bersuit Vergarabat: "Y ha pasado mi hora, ¿quién robó mis años?". No tengo respuesta para esa pregunta pero puedo confesar que siento un cosquilleo insistente en mis ojos. Estoy a punto de parpadear y no sé en qué etapa de mi vida voy a aparecer.