jueves, 23 de mayo de 2013

Abaddon: El origen de todos los miedos


Y el ángel, el mensajero, fue creado por Dios junto a otros miles, formando parte de la dualidad y de la ambigüedad de lo desconocido. Originalmente, todos los ángeles eran santos y gozaban de la presencia de Dios y del ambiente del cielo. Sin embargo, también estaban los “otros”, los que se hacen “sentir” sin necesidad de “estar”.
Abaddon, también conocido como Apollyon y apodado “El desolador”, es considerado como el encargado de incitar la desesperación, la desolación y el sentimiento de aislamiento y abandono en las personas. Su trabajo se entiende realizado exitosamente cuando los instigados tienen la sensación de que nada tiene sentido y que sus batallas están totalmente perdidas. Es por ello que se le suele relacionar con los suicidas y desquiciados. Todo parecería indicar que existen formas para identificar su presencia, sin embargo, es muy difícil liberar a sus víctimas una vez que están bajo su maleficio.

Existe un contrasentido en lo que respecta a su personalidad, a la bipolaridad que lo trastorna pues está relacionado tanto al bien como al mal. Fue un ángel nacido en la primera generación de ángeles creados por Dios, siendo parte de la séptima jerarquía. Fue entrenado para ser un amante de la justicia, un ser que se debatía entre el bien y el mal pero el tener en sus manos dicha justicia no fue algo bueno debido a que su propio criterio fue lo que lo cegó, llevándolo a la corrupción de su alma. En contadas ocasiones realizó misiones en la tierra y fue a través de ellas donde comenzó a cuestionar el comportamiento de los humanos. No podía entender cómo la misma creación de Dios era capaz de destruir sus otras obras y sin motivo, como la naturaleza y los animales, sin tener derecho alguno para ello. Su idea del ser humano como sujeto vil que no merecía ser parte del mundo se afianzó a tal punto que lo juzgó como un error de Dios, cometiendo su primer pecado. Pese a que habló con el Señor para que hiciera justicia, ello no ocurrió y en un arrebato de ira hizo pagar a cada humano que, a sus ojos, no merecía misericordia, haciéndolos sufrir de la misma manera como ellos hicieron sufrir a los inocentes, calcinando sus almas hasta mandarlos al olvido.

Gran parte de la humanidad fue destruida sin motivo aparente, hasta que lo descubrieron y fue llevado a juicio, auto declarándose culpable pero de limpiar al mundo de la escoria. Sus últimas palabras antes de que lo condenaran, fueron “No me arrepiento. Le he hecho un bien al mundo, y si el señor no lo hace yo lo haré”.
Su castigo fue eterno. Sus hermosas alas fueron prendidas en llamas, las cuales consumieron cada pluma hasta entrar en su propia piel, quemando el hueso para que no volvieran a crecer, donde quedó una enorme cicatriz. Después de que sus alas se consumieron, todo su ser se prendió en llamas, el fuego se extinguió en su propio cuerpo, volviéndose parte de él, quedándole un sello en el dorso de la mano derecha, lo que sería el recordatorio de aquel suceso. Abaddon fue arrojado al Hades, desterrado del mundo que alguna vez consideró su hogar. Muchos años pasaron y a través de ellos aprendió a controlar aquel fuego que lo quemaba por dentro, años en los que no sabía qué camino debía seguir. Sus únicos compañeros durante ese tiempo fueron los animales, a los que había protegido siempre pero fue Lucifer quien lo cuidó en aquel lugar donde se sentía inseguro, enseñándole a controlar su ira, a pesar de las riñas que tuvieron alguna vez, al cual considera hoy en día su verdadero hermano, muy por encima de los demás. Con el tiempo su alma se fue consumiendo en su propio rencor hasta no quedar nada de ella más que un hueco negro, olvidándose de lo que alguna vez fue, viviendo sólo para su venganza que no era otra que destruir a la humanidad, pues es a quien culpa junto a los celestiales hipócritas.

Abaddon es considerado como un ser narcisista y egocéntrico, maestro de la hipocresía, la terquedad y la obstinación, extremadamente confiado de sus habilidades, negociador por naturaleza, que busca conseguir sus objetivos por más difíciles que sean éstos, aunque sea sólo por simple capricho. También se caracteriza por ser juguetón, usando a los humanos como juguetes a quienes ocasionalmente mata de manera accidental por lo que opta por conseguir nuevos. Sus pasatiempos preferidos son escribir, escuchar música, leer, pintar y recolectar objetos.
Respecto a sus habilidades, se encuentran la de moverse y volar a gran velocidad y la de cambiar su forma corpórea, adoptando las humanas o de animales e incluso combinándolas. Es muy fuerte y asimila todo tipo de dolor, venciendo alguna debilidad propia de carecer de la protección de Dios. Asimismo, regenera rápidamente sus heridas, volviéndose a colocar partes amputadas. Se transportan de manera inmediata de un lugar a otro en todo tipo de planos, usa la telepatía, la telequinesis, el control mental, posee la inmortalidad y la capacidad para crear cualquier cosa material con sólo pensarla; asimismo, goza de la posesión del cuerpo y alma de los humanos, la detección de la presencia de cualquier ser vivo, el control, aunque no de manera extraordinaria del agua, fuego, tierra, aire y electricidad y la Umbraquinesis.

Abaddon posee gustos bastante retorcidos como la felicidad de ver sufrir a quienes lo rodean, cuando un alma cae en pena y al infierno o al ver la sangre escurriendo del cuerpo de otro. También, goza de lastimarse a sí mismo cuando está molesto para bajar su mal humor. Es practicante in excelso de los siete pecados capitales y no duda en redundar en ello. 
Odia a las personas buenas, las que ayudan a los demás y a los que cumplen los mandamientos de la ley de Dios. Detesta que le ordenen y mucho más que lo ignoren. Es un virtuoso en el manejo de las armas blancas, gran estratega aunque no participe directamente en las guerras y muy fiel con quienes considera dignos de su lealtad.

¡Es un demonio que se nutre del terror y del sufrimiento, que no se da por vencido jamás, que vive entre las sombras y que por momentos hace luz, que al poseer a su víctima no lo abandona nunca más!
  
 

 

Las Epístolas

Tenía cinco años. Vivía en mi reino, era dueño de un castillo tan extenso como el anchuroso espacio de mi mente, el sol nacía por la ventana de mi habitación y se esparcía por un luengo pasadizo al resto de la alcazaba mientras que el viento, en el mundo exterior, hacía danzar las flores y arbustos que se inmolaban como guardianes de mi morada. Nadie parecía estar en desacuerdo con la imposición de mi presencia aunque tampoco aplaudían mis apariciones como en el final de las obras cuando los actores salen al proscenio a saludar al público.
Los días eran normales, con sus mañanas, tardes y noches, vestidas con manteles de colores neutros y cálidos, con la presencia de reyes y reinas por los cielos sometidos al movimiento inexpugnable del paso del tiempo, al igual que los del llano, al igual que yo quien me dejaba seducir con placer por la diosa Evaki cuando el cansancio me conminaba a posponer mis batallas hasta la alborada.
Fue durante una madrugada otoñal cuando el umbral entre el sueño y la vigilia dejó de ser tenue hasta esfumarse por completo y, permitirme así, sentir una presencia nueva que se movía haciendo círculos alrededor de mi cama, levitando para no hacer el mínimo ruido que pudiese despertar a alguno de los miembros de mi familia. Conforme pasaron los segundos, mis ojos miopes se liberaron de sus láminas borrosas y de la prisión de la oscuridad y pudieron definir levemente las características de aquel sorpresivo visitante. Al principio, pude apreciar la forma de un joven de estatura media, de tez blanca, ligero de músculos y de cabello oscuro que parecía estar ondulado, mientras que sus ojos intentaban reflejar el color azul del cielo proyectando una mirada cortante y desconfiada. Sin embargo, cuando su movimiento circundante cesó pude percatarme de un cambio por demás estremecedor. Su estatura aumentó considerablemente, sus músculos se mostraban muy marcados y trabajados mientras que el color de sus cabellos se transformó a cenizo. Sus ojos mantenían el mismo color pero su mirada lanzaba destellos como cuchillas y bajo sus pies nacían núcleos de fuego.
Yo era demasiado pequeño para entender pero quizá “entender” no era el objetivo. Durante aquella visita no pude pronunciar palabra alguna, sólo me dediqué a escuchar y no tuve tiempo para otra cosa. Aquella madrugada recibí una visita inesperada e impuesta, que había vencido la guardia de mi castillo y las altas murallas de mi reino, que entró de manera silente a mi recamara para luego entumecer mis oídos con sus revelaciones, causas y peticiones. Abaddon había irrumpido en mi vida para nunca más irse.
A la distancia era capaz de escuchar el goteo cronometrado de alguna de las viejas cañerías de mi palacio, sonido que iba sincopado con los latidos de mi corazón aún en desarrollo en tanto que mi respiración se volvía muy densa y extenuante. En el siguiente parpadeo, el visitante me manifestó sus escabrosas intenciones a través de una especie de telepatía, evitando con ello la alarma de mi contexto, y asegurando que los mensajes fueran recibidos de manera exclusiva por mí. El azote de sus pensamientos no era combatible. Los núcleos de fuego que nacían bajo sus pies aplastaron la voluntad de mi espíritu y me sometieron a la posición de un simple muñeco de papel.
No conservo la marca del tiempo que se fundió en los relojes pero sí puedo asegurar que fueron miles de gotas las que cayeron de la misma vieja cañería aquella madrugada mientras Abaddon me transmitió sus tortuosos e incansables propósitos. Al irse no levantó polvo ni provocó sonidos, sólo una sensación dispersa de que volvería más pronto de lo que esperaba y mucho más promisoria de lo que deseaba. Ya liberado del contacto, sentí el tibio ingreso de una energía que fue apoderándose de mí, de la estructura ósea de mi cuerpo, esparciéndose entre mis tejidos hasta amalgamarse con mis células.
Al despertarme con los primeros rayos de luz que asaltaron mi habitación fui sorprendido con dos regalos únicos e inseparables dejados por el visitante durante su permanencia, sin lugar a rechazo ni a opiniones contrarias. El primero, un terrible dolor de cabeza que conservo hasta el día de hoy y que cada cierto número de días me pone de rodillas para no olvidarme del nefasto sometimiento que acaece sobre mí. El segundo, el cambio nada figurativo de la linfa por la tinta.
Las secuelas de la visita de Abaddon definieron un camino profundo y oscuro cavado con malicia y estrépito. Me rebalsó la necesidad de escribir epístolas y relatos sobre las experiencias que tenía y las que el visitante me habría de procurar por el resto de mi vida. En mi existencia todo estaba escrito aunque todavía no revelado. Cada dolor de cabeza se derramaba en tinta y con cada explosión de tinta se liberaba un poco de mi tormentoso dolor de cabeza. ¿Había llegado la era de los reveces? Tenía cinco años, tomé una lapicera y comencé a relatar.