¿Cuántas formas de separación existen en el universo? No me refiero al
espacio cósmico sino a todo lo que nos rodea, como las diversas formas
expresivas del verbo, del arte, los idiomas, las creencias y religiones,
pensamientos históricos y golpes del tipo emotivo o pasional y demás conceptos
que conforman el infinito.
¿Cuántas formas de amar existen en ese mismo universo? No aludo sólo al
amor de pareja, al filial o al que nace de una amistad especial sino a todo
tipo de amor que puede ser llamado de diversas formas según aquellos conceptos
sempiternos.
No tengo respuesta a ninguna de las dos preguntas pero si un punto
común, una parte en la que ambas interrogantes se interceptan y entrelazan para
establecer una incógnita más intrincada: ¿Una verdadera amistad puede separarse?
La amistad que Almendra y yo teníamos era muy especial, excelsa,
indiscutible y eso no lo sentía de manera gratuita. En exclusivas ocasiones
ocurre que las personas forman una especie de sinergia, un sincretismo de lo
que cada uno siente y en ese espacio es posible experimentar momentos felices y
tristes, de ida y vuelta, algo único. Es una amistad donde no existe el amor de
pareja, ese amor que se viste de una sensación tibiecita que caracteriza a dos
personas que necesitan piel y se complementan. Es algo que no se puede definir
con claridad y menos en estos tiempos donde decirle “amigo” a alguien es muy
fácil aunque no sepamos lo que dicha palabra conlleva en sus entrañas.
Usualmente, Almendra y yo nos reuníamos cuando el tiempo lo permitía
para contarnos nuestros proyectos, nuestras penas y alegrías, compartíamos
libros y discos de música, yo disfrutaba escucharla y ella hablarme y de vez en
cuando intercambiábamos los roles.
Una tarde de invierno, Almendra me dijo algo que no pensé escuchar jamás
mientras estábamos sentados en la vieja banca del parque que fue testigo de
tantas reuniones. Ella me dijo que nuestra amistad debía tomar un rumbo diferente,
que era mejor tomar distancia y ubicarnos en planos distintos pero que ello no
significaba que dejaríamos de ser amigos. Sólo opté por observarla por minutos mientras
su boca articulaba palabras cuya resonancia rebotaba en la puerta de mis orejas
sin poder detener el nacimiento de un espacio nebuloso en mí interior. Me
escapé de sus pupilas y comencé a distraer mi vista con el paisaje que
circundaba la banca sobre la que estábamos sentados.
¿Nuestra amistad era asfixiante o demasiado cercana? Tengo un “no”
rotundo para esa pregunta. Para mí era una amistad verdadera. ¿De qué manera
podríamos tener una amistad diferente? Almendra quería una amistad cuyo
concepto no entendía pues mi forma de expresarla distaba mucho de su propuesta.
No sabía si le había pasado por la mente la posibilidad de perderme como amigo
pero tenía claro lo que yo esperaba de una amistad tan larga y construida bajo
la sombra de un viejo árbol que cubría la vetusta banca de un parque.
No sé cuántos tipos de amor surgen en la interacción entre personas ni
cuántas formas de separación hay como forma de equilibrio. Nadie se escapa del
proceso de amar y menos de una separación, menos yo que aprendí a vivir a
tropezones y con lentos reinicios. Con el tiempo, el terreno pantanoso de las
incógnitas se volvió límpido para luego dormir dentro del baúl donde protegía
mi memoria. Todavía cruzo por ese parque y en ciertas ocasiones me parece vernos
a Almendra y a mí sentados en aquella banca y sobre todo recuerdo las últimas
palabras que le dije aquella tarde en la que puso en jaque mate nuestra
amistad: “Que te vaya bien, Almendra. Espero
volver a ver a mi amiga algún día”.