martes, 28 de enero de 2014

Té para tres


Cuando conocí a Almendra sentí como si un torbellino hubiese irrumpido en mi apaciguada vida sin mediar mayor razón que el azar y la sorpresa, advirtiéndome que había más felicidad fuera de mi escondrijo, específicamente, en el lugar de donde ella provenía y que estaba al alcance de cualquier persona que se animara a hacer un mínimo esfuerzo por conocer las frondosas zonas donde habitaba el júbilo.

Almendra sonreía como si cada cosa estuviera disfrazada de broma, reía de manera contagiosa, tal como se contagia un bostezo entre un grupo de personas, sus ojos brillaban como esmeraldas encendidas en la oscuridad de la noche, sus gestos eran muy dinámicos y expresivos, su belleza era muy evidente e irrefutable poseyendo, además, la virtud de convertir los momentos difíciles en armoniosos tan sólo con desearlo. Sin embargo, nadie se escapa de los tiempos del infortunio, de los percances, de los reveses.

Cierto día, encontré a Almendra sentada en la banca de un parque por el cual yo caminaba frecuentemente. A simple vista, se le notaba desolada, con claras muestras de haber llorado durante horas sin más apoyo que el respaldar del mueble sobre el que estaba descansando. No había torbellino ni rastros del camino que conducía a la felicidad. Como en la mayoría de las historias, la pena y el dolor que ella sentía eran originados por las jugarretas del amor y el desamor, esa especie de ruleta rusa a la que se someten ciegamente las personas que aman con libre albedrío. Sin pensarlo, me aproximé a ella para averiguar la razón específica de su menguante sonrisa, de su llanto creciente. Armé una mesa a la intemperie y vertí en dos tazas enfrentadas cara a cara un poco de té para iniciar una conversación apacible. 


Me reveló el nombre y apellido de su pena y me dediqué a tiempo completo a escuchar su dolor transformado en palabras. Así pasaron horas y varios encuentros, tazas de té, soles y lunas sentados en la misma mesa con la consigna de expulsar sus demonios y dejar a sus ángeles resbalar por sus mejillas. Poco a poco, su sonrisa recobró entereza y el brillo de sus ojos lo excelso de la alborada, regresó el tiempo del júbilo y me convidó los componentes de su esencia. De alguna forma había colaborado a curar sus heridas. Me sentí más cercano a su existencia y más ávido de su compañía, nos divertimos con la naturalidad de los que se saben aptos para la alegría y vivimos un día a la vez sin fijarnos en el calendario. La animé a creer nuevamente en el amor y es que, de manera inesperada, una especie de sortilegio soterrado había sembrado en mi alma ese sentimiento universal con una intensidad difícilmente comparable a la de cualquier otra historia contada a lo largo de la vida en el planeta.

La ilusión me invitó a despojarme de la pesada coraza con la que me defendí por años de los innumerables intentos de caer en los dominios del romance y le di libertad a mi corazón para dejarse seducir por las virtudes y defectos que tenía Almendra, por su belleza inapelable y la personalidad chispeante que aderezaba su espíritu.

Almendra volvió a ser el torbellino que irrumpió en mi apaciguada vida de manera fortuita y sentí que el libre albedrío me estaba concediendo la oportunidad de profesarle los sentimientos que habitaban mi pecho, que se alimentaban de mi corazón y dormían en él, que me unían a ella como se unen los eslabones de la cadena más férrea, como se une el sol con la tierra al final del ocaso, como se unen los labios para sellar una promesa de amor eterno.

Pasadas veintinueve lunas y treinta soles, Almendra y yo nos sentamos nuevamente en la mesa que armé a la intemperie para tomar otra taza con té. Su belleza era más radiante que el brillo excelso del astro rey expuesto en la plenitud de las alturas del cielo celeste, su sonrisa le regaló vida a mis ojos y ellos pintaron con mucho color las zonas grises de mi espíritu. Nuestra conversación diaria dio inicio repasando nuestros lugares comunes, riendo un poco entre la charla y cada sorbo de té hasta que una ventisca arremetió y nos regaló un silencio. En ese instante, me decidí a desnudar mi corazón, a desacorazarlo sin temor a cualquier ataque, ofensa o arrechucho propio de la tierra de los vivos, la miré directamente a los ojos e imprimí mi alma en sus pupilas y lentamente fui dejando de lado todo aquello que me pudiera distraer del amor que emergía inconteniblemente de mi boca sin la necesidad de pronunciar palabra alguna.

De pronto, Almendra, dejó la taza sobre la mesa y esbozó una sonrisa lúdica, de esas que sólo ella fabricaba en su cajita de fantasías. Una sensación efervescente recorrió mi cuerpo de pies a cabeza al pensar que ella había percibido que mi corazón había fugado de mi pecho para intentar habitar el suyo, sin embargo, como en la mayor parte de mi vida, el desacierto se mofó de mis instintos y, regalándome dos bofetadas bufonescas, desapareció esparciendo su risa socarrona como rocío entre la maleza. Almendra no había reparado en mi proceso, en mis sentimientos hacia ella y menos en la situación inerme en la que me encontraba y me reveló los motivos de su felicidad que no eran otros que la reconciliación con aquel nombre y apellido que un tiempo atrás fueran su pena y la razón para improvisar esta mesa a la intemperie, nuestras charlas diarias cambiando sillas por divanes y el nacimiento azaroso del más febril sentimiento.

Aquella mesa para dos, con dos tazas de té listas para armonizar las charlas más intensas e insondables guardaba como secreto la existencia desapercibida de un tercer espacio, de una tercera silla, de una tercera taza. Lo que para mí fue una complicidad construida para dos en el fondo no pasó de ser una ilusión óptica, la intensión delirante de un corazón a la deriva, una percepción errónea de un mundo para dos, siendo a la luz del sol algo tan simple y sencillo como un té para tres.



 






Hay chubascos furiosos que no mojan, hay tormentas furibundas que no arrasan poblados, hay terremotos vesánicos que no derrumban edificios, casas ni puentes, hay incendios dantescos que no queman estructuras ni la cubierta arbórea de la flora ni arrasan la vida de la fauna. Esos chubascos furiosos, esas tormentas furibundas, esos terremotos vesánicos y esos incendios dantescos ocurren únicamente en nuestro interior cuando sentimos que caemos en el hoyo más profundo y sin límite, más oscuro y sin oxígeno, cuando se nos parte el corazón en mil pedazos y dejamos de ser lo que en esencia fuimos alguna vez.


Cuando conocí a Almendra tuve la sensación de que un torbellino irrumpió en mi apaciguada vida sin mediar mayor razón que el azar y la sorpresa, advirtiéndome que había más felicidad fuera de mi escondrijo, específicamente, en el lugar del cual ella provenía y que estaba al alcance de cualquier persona que se animara a hacer un mínimo esfuerzo por conocer las frondosas zonas donde habitaba el júbilo. Luego de aquel día, Almendra retornó a su camino escondiéndose en el horizonte y, sin dejar rastro, se perdió en su espacio de felicidad, en su  lugar de procedencia, donde inevitablemente algunos no podríamos llegar jamás.