domingo, 30 de noviembre de 2014

La niña del vestido blanco

Los primeros rayos de sol asaltan la oscuridad de mi refugio sideral, el amanecer se ha vestido con las cortinas que cubren las ventanas de mi habitación y en su danza lanzan brisas que me invitan a levantarme, a poner los pies sobre el tapiz que me protege del suelo frío. No hay lugar para estiramientos porque es la hora de la luz, de la verdadera luz, aquella que desde un inicio se presentó para alejarme de la opacidad que aquejaba al resto del mundo.

Me dirigí raudamente hacia el umbral de la ventana y me escondí entre los pliegues de las cortinas para mirar la calle sin riesgo de ser descubierto. Un brillo inagotable hacía más clara la mañana, la luz verdadera había despertado también y jugaba sobre el asfalto enviándome algunos halos que atravesaban los vidrios del batiente. Te vi, estabas con un vestido blanco, los cabellos ondeados de color castaño y la sonrisa de primavera, desperdigando risas como flores de colores, retozando mientras dibujabas caminos, rodeada de maravilla, volviendo hermoso cada espacio por el que regabas tus pasos de niña tierna. Te vi cuando llegaste a vivir a la misma calle en la que yo vivía y no fue necesario tenerte cerca para saber que de alguna manera estabas conmigo.

¡Qué sensación tan extraña habitaba mi cuerpo! ¿Qué duendecillo juguetón bailaba en el interior de mi abdomen? ¿Qué alegría era capaz de tatuarme una sonrisa tan perfecta como la que me visitaba en aquel momento? Sin tener las respuestas, me dediqué a continuar viéndote vivir con felicidad hasta el momento en que ingresaste a tu casa para compartir tu vida con los tuyos y hacerlos felices.

Al caer la noche, Hipnos intentó someterme a sus dominios, sin embargo, acuso que su poder sobre mí no fue lo suficientemente insondable por lo que no me fue difícil distraer su mandato hasta caer en la divagación. En contraste con el profuso silencio que acompaña la intención de dormir, asomaba a la distancia una mezcla incomparable de sonidos compuesta por el estridulo de las chicharras, el ondeo de las cortinas azotadas por las ventiscas curiosas que se escurrían por los marcos de la ventana de mi dormitorio y el sonido suave pero constante del motor de la refrigeradora de mi casa.

Finadas las divagaciones propias de darle libre albedrío al pensamiento, un recuerdo asaltó mi mente para poseerlo sin excusas. Te pensé como si te estuviera viendo en ese mismo instante y sentí nuevamente el baile del duendecillo en el interior de mi abdomen. Debo confesar que aquella mañana se convirtió en una remembranza imposible de olvidar pese a que millones de recuerdos han intentado vanamente ocupar su lugar hasta el día de hoy.

La nueva mañana no distó mucho de la precedente. Había nacido en mí una necesidad imperiosa por verte, por disfrutar de tu presencia aunque fuera a la distancia, como un espectador sentado en la galera. Pasé mirándote durante varias semanas hasta que se presentó ante mí el momento en que precisé saber un poco más de ti y con tal intensidad que mi necesidad hizo que dejara de lado la cruenta timidez que me había vestido durante mi corta existencia.

Cierta tarde de diciembre me asomé por la ventana y te vi jugando con un grupo de niñas. Aún con los ojos cerrados era capaz de verte brillar como las luces fluorescentes en los conciertos de música, podía distinguirte del resto del universo compartiendo tu aura lúdica en cada paso fortuito que le ofrendabas a la tierra, en cada carcajada que se hizo sinfonía en el más favorito de mis álbumes musicales. Un impulso acorazado y sin miramientos me llevó a abandonar la ventana de mi habitación para salir a darte el encuentro. Necesitaba saber tu nombre y que supieras que yo existía muy cerca de ti, aunque eso implicara un mundo paralelo. De alguna forma debía producirse una especie de “Big Bang” para que esta historia dejara de ser un monólogo y se convirtiera en una conversación.

Caminé lentamente hacia ti, como quien no desea perderse un momento de ese trayecto, un instante de la película, de esa distancia que se acortaba conforme mis piernas funcionaban con las características de un metrónomo. En el ínterin, recibí el rebote de un balón de vóley con el que jugabas junto a tus amigas. Encontré la excusa perfecta para acercarme a ti. No lancé el balón de regreso, simplemente caminé los pocos pasos que faltaban para acariciar tu presencia y te lo entregué en las manos. Fue la primera vez que te vi cara a cara en todo el tiempo que te contemplé desde el anonimato. Me dediqué a mirar tu rostro unos segundos, como si tuviera que grabarme sus detalles para poder plasmarlos en un dibujo. De repente pusiste tus manos sobre las mías y tomaste el balón y me diste las gracias. Mi parte todavía consciente me dio la bofetada precisa para reaccionar y romper mi silencio.
- Por nada- te dije. Me llamo Fabián- pronuncié, esperando que también me revelaras tu nombre.
- Yo me llamo Almendra- me dijiste sonriendo y desde ese momento entendí que la felicidad tenía nombre y vivía a cinco casas de la mía. Luego de ello te fuiste a jugar con tus amigas mientras yo continué caminando con dirección al parque para buscar a mis amigos. Del resto de aquel día no guardo registro alguno pero en la noche que sobrevino no pude conciliar el sueño. La emoción que tenía por mi encuentro con la niña del vestido blanco me dejó con tanta energía que pasé las últimas horas del día trazando dibujos con los flotadores oculares propios de mi miopía.

A decir verdad, por aquellos tiempos, esa fue la victoria más grande que tuve contra mi timidez. No fueron pocos los días en los que te veía pasar rumbo al parque o jugando con tus amigas en la calzada de nuestra calle y sólo atiné a saludarte a la distancia, esbozando una sonrisa, levantando la mano indecisamente o susurrando un “hola” imposible de vencer los sonidos que moraban a plena luz del día. Así pasaron los días, las semanas, los meses. Lo curioso de todo esto radica en que yo sentía que siempre respondías cada una de mis sonrisas con otra realmente hermosa y que me mirabas como si en tus ojos hubiera espacio para mí. Por lo menos eso es lo que yo quería creer, aunque dicha aseveración era demasiado subjetiva y tendenciosa.

Una morena tarde de febrero volví a mí como lo hacen los soldados luego de recuperarse de las guerras, salí de mi casa y caminé velozmente con dirección a tu casa. Nunca supe qué ataque de valentía y decisión me poseyó aquella tarde, simplemente no soporté más mi anonimato, mis sombras y temores y fui a encontrarte. Al llegar a tu casa toqué el timbre dos veces y no fue mucho lo que tuve que esperar por una respuesta. Salió tu mamá y le pedí hablar contigo. Luego de un par de minutos, abriste la puerta y tu presencia me abordó el alma, llenando mis espacios vacíos, mis carencias afectivas, la fe de ser más de lo que alguna vez pensé que se podía. Al saludarte hurgué en aquella dulce mirada que siempre vestía tus ojos y te pregunté cómo estabas. Todo marchaba bien, conversamos por varios minutos hasta que una especie de explosión detonó en mi interior para regresarme al mundo real, ese del que nunca puedes escapar, en el que vivimos de manera inevitable. Me contaste que tu padre había conseguido un nuevo trabajo fuera del país y que toda la familia iba a viajar en los próximos días. Había perdido tanto tiempo, tantas posibles experiencias, tantas risas, sonrisas, momentos de alegre compañía y quizá los de tristeza, había perdido tanto a causa de la cobardía, la indecisión y mi condenada timidez.

En el fondo sabía que iba a ser una de las últimas oportunidades para decirte lo que sentí al verte por primera vez con aquel vestido blanco, para decirte que aún sentía, y con más intensidad, la presencia de aquel duendecillo juguetón bailando en el interior de mi abdomen, que me encantaba tu cabello largo ondeado, el color de tus ojos, la mirada que de ellos brotaba, tu sonrisa y la luz que se esparcía acompañando tu risa. En el parpadeo más corto de mi vida, consumé mi plan y luego me perdí en el olvido por un tiempo. Pasados unos días, te fuiste y nunca más te volví a ver, sentencié a mi timidez a cadena perpetua, al destierro merecido a las tierras lejanas donde habita el remordimiento sin oportunidad de redención. Aquella tarde en la que dejé salir mis sentimientos ocurrió algo muy lindo, algo que hasta este instante me pone tibio el corazón y que guardo en el espacio más vivo y privado de mi alma.

Niña del vestido blanco, te prometo que si existe otra vida y te encuentro en ella, sólo necesitaré dos segundos. Uno para hacerte recodar aquel amor por ti que se alojó en mi corazón infante y otro para abrazarte muy fuerte y nunca más dejarte ir.








martes, 14 de octubre de 2014

Carta urgente para mi mejor amiga



Lima, 08 de marzo de 2003

Hola Nati:

Ha pasado mucho tiempo desde la primera vez que te vi a través de mi ventana, parada en el umbral de la tuya, con mi vista borrosa ocasionada por el imperio del astigmatismo y la miopía, capaz de captar la figura de tu rostro pero no la belleza de sus detalles. Tuvieron que pasar casi diez años para que mis ojos se liberaran de sus telarañas, diez años llenos de incógnitas e hipótesis, de encuentros fortuitos desde los matutinos hasta los nocturnos, todos a través de las mismas ventanas, sin compartir alegrías y penas, logros y fracasos, veranos e inviernos.

Mi excelsa timidez fue la culpable de que nunca te haya saludado o por lo menos sonreído durante esos casi diez años de neutralidad y, por qué no decirlo, de vergüenza desmesurada, sin embargo, por aquellos días llegué a una conclusión: “No hay vergüenza que dure diez años ni ventana que la resista”. Fue por ello que ideé un plan para poder conocerte y junté a mis amigos para planteárselos, aquellos amigos que también conociste y con los cuales compartimos muchos momentos. La idea de “permitir” el ingreso de chicas a un grupo exclusivo para varones fue extravagante y muy moderna para nuestras vetustas mentes, algo semejante a la sola noción de que “los chicos del club de Toby” dejaran ingresar a “la pequeña Lulú y sus amigas” al “Club Secreto”.

El día llegó. Pactamos una reunión en la terraza de la casa de mis padres, la misma que colindaba con la casa de los tuyos. Lo primero por decir es que la impresión que tuve cuando te vi aquella tarde cara a cara es incapaz de ser descrita en este pedazo de hoja. Pese a ello, y apropiándome de la simpleza del que sólo desea comunicar, puedo mencionar que aprendí a reconocer las facciones de tu rostro, tal como las había imaginado desde siempre. Lo segundo por comentar es que la ventana de tu cuarto se veía desolada cuando no estabas asomada por ella.

Aquella tarde, y parte de la noche, mientras charlábamos, comencé a completar poco a poco el rompecabezas que había formado sobre ti. A los pocos días cumplí años y una semana después te tocó cumplirlos también. Fue lindo que formaras parte de mi celebración y que formara parte de la tuya. Una nueva era estaba pariendo con el sol de cada mañana, invitándome a abrir las ventanas y a correr las cortinas, dejando que la luz vistiera mi habitación de día, poniendo en manos de la diosa Tique el destino de encontrarme o no contigo entre ese cuadro de vidrios.

Los días transcurrieron y nuestros encuentros fueron más frecuentes, incluso en la universidad, donde habías iniciado el primer ciclo de estudios generales mientras yo estudiaba los primeros ciclos de la facultad de leyes. Me viene a la mente la imagen de un amigo entrañable que hasta ahora conservo y que fue profesor tuyo durante aquella época. Juan Carlos Román Torero, tutor, colega, amigo y confesor que hasta ahora me sigue preguntando por ti, como en aquellas oportunidades cuando quería hacerme pasar vergüenza delante de toda tu clase en cada ocasión en la que me veía pasar por alguno de los pasadizos donde estaba dictando cátedra. ¡Si supieras las historias que él inventaba! Reminiscencias de larga data.

Tengo presente los dos primeros momentos en los que quebranté mi timidez para acercarme un poco más a ti a pesar que luego me escondí un poco para recuperar el color. Quizá aquella estrategia no haya sido más que una imitación lúdica de una de las tesis de Lenin que señala que “a veces hay que retroceder un paso para avanzar dos”. Uno de esos momentos fue el día que te regalé el CD “Días y Flores” de Silvio Rodríguez. Quería compartir contigo un poco de la esencia que había formado parte de mí desde niño, el sentir del trovador, del cantor que busca justicia a través de la combinación de su voz y los acordes de una guitarra, del poeta que explota su romanticismo hasta convertirlo en polvo de estrella. El otro momento fue la tarde en la que te obsequié un leoncito guardado dentro de una pequeña lata de colores. Recuerdo que cuando lo vi en la vidriera de una tienda no pude resistirme a la idea de comprarlo para ti. Era muy graciosa la cara del leoncito y pensé que había una oportunidad de que él te arrancara una sonrisa. Felizmente así ocurrió.

Y pasaron las semanas y los meses y nuestra amistad se fue enriqueciendo. Mi necesidad de verte se hacía notar en algún momento del día aunque no en todas las ocasiones era satisfecha pues tu afán por el estudio de los cursos de la universidad y del francés te tenía bastante ocupada. Ello era inteligible pues siempre me demostraste ser responsable y disciplinada, cualidades que no eran, y aún no son, muy comunes para chicos de la edad que tenías.

Hasta entonces, los intereses y prioridades en mi vida convergían en dos temas que me apasionaban de manera inconmensurable: El fútbol y la música. Jugar a la pelota con los amigos y tomar una guitarra para cantar y componer eran pan de cada día. También esperaba los fines de semana para ver los partidos de Sporting Cristal. Aquellas cosas tenían mi mente totalmente ocupada a tal punto de descuidar mis estudios universitarios y de no tener tiempo para otra cosa. Sin embargo, el tiempo me demostró que las cosas más bellas nacen sin que uno las espere y mucho menos las planifique.

Era extraño para mí que pasara un día completo sin tener noticias tuyas, sin que conversáramos sentados en las bancas del parque o habláramos por teléfono. Los sábados por la mañana te convertiste en el público predilecto que escuchaba los ensayos de mi grupo de neo folklore, los oídos que representaban mi más importante audiencia, la que no aplaude pero sonríe, la que estaba atenta sin desconcentrarse para poder estudiar, la primera de la fila, la última en retirarse.

La vida es muy peculiar en ocasiones, de ello no me cabe duda. Mi afán por conocer más de ti sobrepasó la idea original de acercar nuestras ventanas. Lo más curioso fue que en el intento de conocerte me fui conociendo más a mí mismo, redescubriendo las zonas pocas veces exploradas de mi interior, abriendo las puertas a la iniciativa para encontrar nuevas formas de compartir minutos junto a ti. Por ello fui, por ejemplo, al “Blockbuster”, que en aquella época quedaba en la avenida Raúl Ferrero y alquilé la película “Siete Pecados Capitales” para verla en mi casa, o me pasé calentando por casi cuatro horas el horno de adobe de la casa de mis padres para cocinar una pizza para ti. Algo me estaba ocurriendo. Un sentimiento me estaba asaltando el corazón, desnudándolo por completo, cambiando el orden de mis prioridades, poniendo de cabeza lo que durante mucho tiempo creí tener bajo control. No había marcha atrás amiga mía. Me había enamorado de ti y no pasó mucho tiempo para aceptarlo.

Lo que sentía era muy complicado de mantener sellado entre mis dientes. Los espacios silentes iban desertando ante la necesidad del nacimiento de mis palabras. Necesitaba hablar con mis amigos, con los grandes, los del día a día, los de las noches en vela, los de las madrugadas confesas, aquellos que merecían saber y quizás hasta decir. En esos días, Jose y yo íbamos juntos a casi todos lados, fue una amistad que se hizo muy fuerte gracias a los momentos vividos. No deja de ser cierto que Jorge era, y es hasta ahora, como un hermano, pero en ocasiones las decisiones que tomamos nos abren las puertas de los caminos más inhóspitos.

Te cuento, querida amiga, que un sábado por la tarde tomé el teléfono y llamé a Jose para pedirle que nos veamos en nuestra banca del parque porque tenía algo muy importante que decirle. Quedamos en vernos media hora después. Cumplido el plazo, nos encontramos en el punto pactado y, luego de saludarnos como siempre, le dije que quería contarle algo que estaba sintiendo desde hace algún tiempo cuando de pronto me interrumpió de manera casual y me dijo que me quería decir algo. En ese momento, tomé una de las decisiones que más me he cuestionado en la vida, no por pensar que mi vida podría haber sido diferente, sino porque la frase “que hubiera sido si” jamás abandonó mi mente. En aquel momento decidí dejarlo hablar a pesar que mi necesidad me estaba partiendo el cuerpo en dos. Siempre fui así. Los amigos eran mis hermanos y ellos siempre eran primero que yo. Al escuchar lo que Jose me quería decir me quedé perplejo, sin oxígeno, invadido por una corriente de frío que turbó mis nervios y me dejó sin piso. Jose me confesó que le gustabas mucho y que no sabía cómo hacer para acercarse más a ti. No recuerdo mucho sobre el resto de la conversación pero estuvimos en aquella banca por casi dos horas. Cuando se hizo oportuno mi turno para contarle lo que desde un inicio había pretendido sólo atiné a improvisar algún tema que me hiciera zafar del momento. Como te digo líneas arriba, para mí los amigos eran como hermanos, y Jose en especial. Algún código que no sabía que tenía en mis principios me indicó que lo mejor era guardar silencio y en el mejor de los casos, tratar de que por lo menos uno de los dos fuera feliz con la persona que quería.

Luego de aquella tarde, donde paradójicamente me quedé impávido, el cielo, en su demostración más mítica, no se detuvo y a pesar que mi corazón nunca dejó de latir sabía que de alguna manera tenía que tratar de controlar el raudal y el fulgor de un sentimiento que por naturaleza es indomable. Era imposible verte y convencerme a mí mismo que podía solapar lo que sentía frente a los demás por lo que no dudé en aceptar la visita de la complicidad.

Durante aquellos días, Pepe y yo llevábamos cursos de inglés en el Centro de Idiomas de la Católica. Fueron varios viajes de ida y vuelta durante varios días de la semana. Bastó uno de ellos para que mi querido amigo me preguntara si sentía algo por ti. La repuesta se caía de madura. Segundos después, empezó a llamarme “cousin”, así como suena, sin que importasen las clases de inglés que nuestros padres pagaban. Fue como su aprobación explícita e indirecta para que yo hiciera lo que creyera pertinente. Me sentí muy bien y abordé a una dulce realidad: “Este Quijote ya tenía un Sancho Panza”.

Como dice el conocido locutor Roberto Zegarra: “el tiempo para, el tiempo no se detiene, el tiempo sigue su curso”, y efectivamente, no paró, no se detuvo, siguió su curso. Mi necesidad de verte se tornó superlativa en los días que me distanciaron de aquella tarde en la que me reuní con Jose. Sólo necesitaba buscar tu compañía y averiguar qué sentimientos rozaban tu corazón. Nuestros encuentros fortuitos dejaron de serlo y caí en cuenta que poco a poco había sido desplazado al intentar vivir en un universo paralelo. La presencia de una amiga en común, más tuya que mía, ocasionó una revolución en mi forma de vivir y me dejé llevar por la marea como un bote resignado a la deriva. Tu acercamiento con Jose no hizo otra cosa que abrir la cerca que retenía mis demonios y, como caballos, éstos salieron a recorrer el mundo dejándome con la necesidad de cubrir un gran vacío. En varias ocasiones he pensado que debí irme, escapar de todo y rescatar lo poco bueno que tenía de mi vida y conservarlo fuera de la contaminación de la madurez. El resto de la historia ya la sabes, o por lo menos crees saberlo. He pasado por años muy difíciles, llenos de dificultades, tropiezos, desolación y exacerbada soledad. Mucho he perdido y en esa ruta el dolor me ha sido fiel y aun así en una semana cumplo veinticinco años. Me acabo de asomar por la ventana de mi antiguo cuarto y ya no te veo en el tuyo. La ventisca escurridiza que aplana mi rostro me saca de la hipnosis a la que me transporta el recuerdo, lo añoranza, la melancolía. Te he necesitado mucho, en todos estos años en los que te he visto pasar y jamás detenerte, en los que te vi partir y nunca volver, en los que te he pensado tanto y por poco te he vuelto realidad.

Los días, meses y años han pasado y las heridas nunca han terminado de cerrar. Por encima de los sentimientos que tuve por ti, tenía y aún tengo nuestra amistad a buen recaudo que, gracias a mis errores, se volvió etérea pero quizá con el tiempo recuperable. Hay temas que he dejado en el ático hasta una próxima “limpieza de primavera”, cuando por fin abra las ventanas y corra las cortinas nuevamente y sienta que, esté donde esté, desde la ventana en la que me encuentre, todavía existe la esperanza de que al frente te encuentres engalanando otra ventana desde la cual estarás sonriéndome, regalándole luz a cada rincón de mis ojos, usando tus lentes preparada para leer algún informe o material de trabajo o quizá junto a tus hijos. En ese momento, suspirando como si la hora me hubiera llegado o como si le estuviera debiendo minutos a mí historia, te diré con todo el cariño que cabe en mi corazón: “bienvenida Nati, yo nunca me fui. Siempre estuve aquí.

Con mucho cariño, desde mi ventana.



miércoles, 25 de junio de 2014

El asesinato de Marta Lidia Ugarte Román

Han transcurrido casi veinte años y aún me es incomprensible e inaceptable la muerte de Marta Lidia Ugarte Román, profesora, modista y militante del Partido Comunista de Chile, de tan sólo 42 años, quien fue detenida, asesinada y desaparecida por el Régimen Militar del cerdo dictador Augusto Pinochet. Para personas tan deleznables como él no era suficiente asesinar; mentes tan siniestras necesitan ocultar sus crímenes en la sombra aunque nunca puedan escapar de la conciencia que le pertenece al tiempo.

Según ciertas investigaciones, agentes de la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional) capturaron a Marta Ugarte el 06 de agosto de 1976 en su domicilio, recluyéndola en “La Torre”, en el centro de Detención de Villa Grimaldi. Posteriormente, fue trasladada al centro de detención Peldehue donde, por orden del Coronel Germán Barriga, debería ser asesinada por medio de una inyección que el '”doctor” Osvaldo Pincetti debía colocarle. Una vez suministrada la inyección, la ensacaron y ataron a un riel de tren. Como aún se encontraba con vida, uno de los agentes de la DINA la ahorcó con uno de los alambres con los que su cuerpo fue atado al riel para luego ser arrojada desde un helicóptero al mar.

Las pesquisas posteriores determinaron que Marta Ugarte fue torturada. Le arrancaron las uñas, le fracturaron la columna, la golpearon salvajemente ocasionándole fracturas costales múltiples, ruptura y estallido del hígado y del bazo, la luxación de ambos hombros y cadera, y la fractura doble en el antebrazo derecho. No obstante ello, también fue quemada. Debido a que el saco no fue atado fuertemente, el mar devolvió su cuerpo semidesnudo a la playa de La Ballena ubicada a 182 Km al norte de Santiago de Chile. Se calcula que la fecha de su muerte fue el 9 de septiembre de 1976.

Aunque cierta prensa (los periódicos El Mercurio, La Tercera y La Segunda) quiso hacer pasar su muerte como un crimen pasional, la verdad se hizo paso, siendo considerada como la primera víctima fatal del régimen dictatorial comandado por Pinochet.


“Hay demasiado mal para tan poco espacio y no hay suficiente infierno para tanto demonio. El cielo es muy pequeño cuando se mira desde abajo, para vivir en pesadillas no es necesario tener sueño”. Javier Salas Solís




miércoles, 21 de mayo de 2014

La muerte duerme bajo mi cama


Dormir bajo el cielo de este mundo aciago, soñando entre nubes, alucinando soles, lunas y estrellas mientras asimilo que soy parte de un firmamento que nadie quiere mirar por temor; levitar en lo denso intentando prevenir una caída definitiva, abrir los brazos para volar con rumbo a casa deseando que mi cuerpo se convierta en cenizas al atravesar la atmósfera, luchar por ser libre rompiendo las cadenas que esclavizan mi moral, mi manera de creer y de confiar. Dormir bajo el cielo de este mundo no resulta lo más adecuado.

Respirar en equinoccio a pesar de haber muerto en solsticio, volverme insomne para ponerle fin al gobierno de las pesadillas, parecer deslumbrado por la opacidad de aquello que muchos vieron como luz, desnudar mis pensamientos para liberarlos del pudor y los miramientos de una conciencia colectiva mojigata que elimina los "mea culpa" al salir de las iglesias, ser de los pocos que levantan la mano cuando se repasa la lista de culpables, asumir en solitario que este espacio es demasiado corto para todo lo que hay por decir, enmudecer entre el bullicio cuando se trata de pedir, alzar la voz para reclamar por la justicia y equidad ausentes a pesar de sentir los labios cocidos. Dormir bajo el cielo de este mundo no es conveniente.

Suturar el corazón que se remoja en vino tinto por falta de sangre, ponerle un yunque al alma para evitar que abandone el cuerpo de quienes dejaron morir a su niño interior, clausurar mi boca para que la gente que me estima no escuche el grito desgarrador que vive abundante en mi garganta, sellar mis oídos para resistirme al susurro de aquella que pernocta bajo mi cama; vivir y crecer entre grises a pesar de haber nacido entre colores, ahuyentar a mi arcángel para evitar que sea devorado por el bostezo de alguno de mis demonios, sonreír para dibujarme arrugas afianzando la pantomima de aquella mentira llamada felicidad. Dormir bajo el cielo de este mundo no resulta recomendable.

Convertirme en melodía para recibir latidos con linfa cada vez que soy interpretado, ser bastidor de una pintura en blanco que agoniza mientras lo consume el terror al vacío, sucumbir ante la triste realidad de no ver mi reflejo en un espejo por falta de brío y fiereza, poetizar sin rima, métrica y ritmo, cantar irrumpiendo pentagramas, asesinando corcheas, fusas y semifusas, llenar de silencios las comparsas de los carnavales que se someten al cemento y la añagaza, dejar que explote el podio desde el cual arremeto contra la indiferencia, ser oído pero no escuchado, ser escuchado pero no comprendido, ser tildado de anarquista en un planeta donde nada está en su lugar. Dormir bajo el cielo de este mundo es mucho más que inapropiado.

Dejar que llueva en mis ojos para calmar la sed de la tierra que empieza a tragarse mis huesos, inmolarme consumiendo valentía para darle paso a la temeridad, apagar mi vida como se apagan las luces cuando va a empezar una obra de teatro, ser actor principal de ésta y morir como un "extra" más que pasa desapercibido por todo aquel que no repara en los detalles, aceptar que soy un ente periférico que se aleja progresivamente de su núcleo vital, cerrar un trato con el amo del tártaro para ganar olvido sacrificando trascendencia, eclipsar mis ojos para caminar eludiendo a los fríos que buscan comerse mis retazos, recoger mis pasos para no dejar una lista de asuntos pendientes como herencia. Dormir bajo el cielo de este mundo es altamente nocivo.

Dormir no es, en sí mismo, un acto peligroso, mucho depende de quién, cómo y dónde se duerme.

Ella duerme bajo mi cama desde hace mucho, desde aquella noche en la que se enteró que me había dado cuenta que el techo que se posaba sobre mi cabeza se estaba quebrando, mostrando su cara real, sin dogmas utopías o fantasías.

Ella duerme bajo mi cama y algunas noches ronca para hacerme recordar su tenebrosa presencia, en otras, canta para aminorar la falta de ponderación de mis nervios, y muy pocas veces, sale de cacería para permitirme respirar tranquilo.

Ella duerme bajo mi cama y me abraza para que sienta su atracción, su invitación intacta para iniciar un amorío, su apariencia de respuesta a las miles de interrogantes que deambulan en mi mente.

Ella duerme bajo mi cama pero eso no me atormenta ni me preocupa, no causa mayor efecto en mí. Ella duerme bajo mi cama, ella, la muerte, y hay un riesgo latente de que una de estas noches despierte.






miércoles, 14 de mayo de 2014

Lontananza


El tiempo no para, transforma las vivencias en reminiscencias, arrasa con los planes que se enferman de pausa, como lo hacen los aluviones con pueblos enteros. Las manecillas del reloj se convierten en cuchillas que van desgarrando la memoria, apagando el pasado mientras encienden el presente sin la certeza de futuro. En ocasiones, convierte nuestros errores en disculpas, nostalgia y distancia, disfraza con costumbre al amor y viceversa, dibuja arrugas en nuestros rostros como el papel crepé que se arrebuja, se alimenta de melancolía y despilfarra espanto cuando al mirar hacia atrás sentimos que nuestra vida no ha sido útil.

No cabe duda. “El tiempo es veloz”, como dice Lebón, y no hay especie en el planeta que se mantenga fuera de esta premisa.

El tiempo va pasando entre bostezos y parpadeos, algo tan humano como animal, que va más allá del todo aunque en sí sea sólo una parte.

Un primer bostezo me lleva a mi niñez, a los días de los pantalones cortos, de las mañanas de escuela y las tardes lúdicas, a las meriendas con avena de manzana y galletas caseras, a los cuentos antes de dormir, a las ocasiones en las que mi madre me lavaba las manos y, de paso, el corazón, a las sonrisas, a la risa y al engreimiento.

Un primer parpadeo me arranca de aquel cielo y me manda a la adolescencia, a la primera pérdida, al descubrimiento del dolor que va más allá de la piel y consume el alma, al reconocimiento de mí mismo, al romance con las cuerdas, los vientos y las percusiones, a las voces que curan los silencios con armonías, a las primeras peleas, a la mezcla del amor con el resentimiento, los miedos y las dudas, al primer beso que luego se convirtió en el último, a las plegarias y a la fe sin cruces ni religiones.

Un segundo bostezo me traslada a mi salón de clases en el colegio, la carpeta individual, mi número de orden, el aprendizaje cultural y el humano, los juegos grupales, los momentos de soledad, el canto de mis amigos acompañado por la melodía de mi vieja guitarra acústica, las actuaciones, la entrega de libretas, las bromas y la complicidad, las ganas de seguir durmiendo por las mañanas, la renuencia por crecer, el último año de cursos, el inicio de la vida que nos empuja al camino de la responsabilidad y nos arrebata la nube.

El tiempo no es más que eso, una pauta que divide nuestra vida en eventos, una secuencia de rieles sobre las que se mueve un tren a toda velocidad.

Antes de dejar descansar la tinta, me viene a la mente una frase de la canción "Mi caramelo" de la Bersuit Vergarabat: "Y ha pasado mi hora, ¿quién robó mis años?". No tengo respuesta para esa pregunta pero puedo confesar que siento un cosquilleo insistente en mis ojos. Estoy a punto de parpadear y no sé en qué etapa de mi vida voy a aparecer.














viernes, 14 de marzo de 2014

Epístola N° 4: La madrugada que me pusieron marcapasos


Aquella madrugada nada parecía estar bien, nada estaba en su lugar, el encuadre era incorrecto, la foto estaba borrosa, la nota no estaba redondeada, la línea estaba difusa, el dibujo impreciso, mis manos temblorosas, mi ritmo cardíaco acelerado, mis nervios destemplados, mis pensamientos extraviados, la calle vacía y oscura, la habitación con exacerbado silencio, mis ojos extremadamente abiertos y mis oídos pendientes en exceso del llamado inevitable. No se trataba de una madrugada cualquiera pues a partir de ella ya no existirían días con luz en mi vida, por lo menos no con aquella luz que era una característica que me había acompañado durante treintaidós años de respiración ininterrumpida.

Estaba recostado armando melodías con los diversos sonidos que en otras ocasiones habían pasado desapercibidos para mí, como el paso del agua por las tuberías de las paredes, el afinado funcionamiento del motor de la refrigeradora, el movimiento del segundero del reloj de la cocina, los latidos de mi corazón y el taconeo del espanto. A lo largo de mi vida, había imaginado de diversas formas la llegada de este doloroso momento pero mi esperanza no me permitía terminar con la escena, quizá por una obvia negación de lo inevitable, quizá por el egoísmo que teñía mis afectos y acorazaba mi corazón.

De pronto, tal como ocurre en las oberturas de la ópera, arremetió en mis oídos un redoble de timbales y la explosión de las notas más agudas que mi sistema auditivo podía soportar como preludio del suceso más trágico que siempre quise evadir.

Atravesando la penumbra de la madrugada, llegué a la “Clínica Tezza” para acudir al llamado de mi familia. Mi abuela Matilde había sido internada de gravedad. Los colores empezaron a escaparse de mis pupilas, los grises asumieron el mando de mis visiones, la pena y la angustia se revolcaban como dos inexpertos amantes para consumar el más grande de mis temores. Entré a la habitación donde descansaba mi abuela, batallando contra la primera imagen que habría de tatuarse en mis pupilas, resistiéndome a enfrentar la cruda realidad que me abofeteaba sin guardar reparos.

Mi corazón dejó de latir por un momento cuando vi a mi abuelita echada en una cama, con la mirada perdida, con una sonda en la nariz y con el pecho repleto de cables conectados a un monitor de signos vitales que amenazaba mi tranquilidad con un sonido agudo, constante y rítmico, acompañado de una serie de números cambiantes que no podía comprender.


Me quedé en la habitación durante casi dos horas, sumando los egresos e ingresos repentinos. Pasadas las cuatro primeras horas del nuevo día retorné a mi departamento. Los siguientes días viví en automático, sintiendo sin querer sentir, pensando sin querer pensar, viviendo sin saber si quería vivir.

La noche del 08 de agosto del 2010 me dejé caer sobre mi cama sin poder conciliar el sueño. Los minutos pasaban devorándome el oxígeno mientras volví a sentir aquellos sonidos cuya existencia no había reparado durante el tiempo que había vivido en aquel departamento. En las primeras horas del 09 de agosto, mientras me gobernaba el insomnio, se rompió el silencio que acompañaba mi mente en blanco mientras mi cabeza se mantenía hundida en una almohada. Una llamada puso fin a mi tétrico suspenso. El fin de los tiempos había llegado. No atiné a levantarme, mi cuerpo vacío se quedó sobre la cama. A veces se tienen pesadillas sin la necesidad de estar dormido y, peor aún, a veces se convierten en realidad.

Mi abuela Matilde, mi abuelita, había fallecido aquella madrugada en la que también me convertí en frío. Ella marcó el inicio y el fin de mis días y noches durante treinta y dos años de mi vida, me enseñó la fe y me demostró todo su amor sin ser una persona expresiva, cuidándome, renegando, rezando por mí, preguntándome si ya había comido cada vez que me veía.

Extraño su frente, su rostro, su cabello cenizo, sus manos arrugadas, sus ojos plomizos, que me dé la bendición antes de salir de mi casa, el sonido de sus pasos que se ampliaba por cada rincón de la misma, verla bajar por las escaleras cogiéndose del barandal, mirarla mientras tapaba la jaula de los canarios, que toque la puerta de mi habitación para preguntarme si ya he comido, escucharla leer el periódico y su risa que me regalaba alegría y me invitaba a creer en el futuro. Extraño su sonrisa y que me deje abrazarla a pesar que los abrazos no estaban incluidos en su lista de gustos, extraño verla comer turrón cada octubre, escucharla rezar y que me cuente de donde son sus raíces, extraño sus travesuras constantes y graciosas que no me dejaban verla como una persona que tenía más de cien años de edad y que aceptó el trabajo de ser mi ángel guardián a tiempo completo mientras vivía bajo el mismo cielo que el resto del mundo, extraño celebrar su cumpleaños junto al mío, sus gestos de grandeza y bondad para con este humilde nieto que siempre encontró en ella la seguridad que le faltaba a su espíritu perdido en algún largo y recóndito camino.

Extraño eso y mucho más y creo que me faltará vida para seguirla extrañando. Lamento haberle hecho el mínimo daño, no haberla tratado bien en ocasiones y no haber estado cerca la noche que se cayó en medio de la oscuridad y se rompió el fémur para no volver a caminar jamás. Lamento no haberle dado más amor, detalles, tiempo, pero espero que nunca dude que la amo por encima de la distancia que nos separa y que rezo cada día para que ésta se aminore con premura.

Aun no comprendo el ciclo de la vida y no intento hacerlo. Hay cosas muy difíciles de superar, batallas que sé que debo librar, como la de visitar su tumba por primera vez desde el día que la sembraron en la tierra. Hay otras que comprendo cabalmente como el significado de dejarla ir para que pueda reunirse con sus demás seres queridos.

La madrugada en que falleció mi abuela se quebró una gran parte de mi vida. La última vez que la vi le prometí que nunca dejaría de tenerla conmigo y de alguna manera me vi recostado junto a ella sometiéndome al mandato de aquel que siempre se vistió de dogma y me arrancó a tantas personas en los momentos de mayor carencia y en situaciones por demás abstrusas.

Aquella madrugada cambió mi vida, cambió el perfume y el sabor de las cosas. En adelante, los amaneceres perdieron el color y las noches ahuyentaron las estrellas más brillantes. Sin embargo, algo más intenso ocurrió en mí aquella madrugada. La muerte escurridiza dejó sentir sus temerarios pasos, me abrazó para quitarme el corazón y poner sin fecha de vencimiento un frío y macabro marcapasos.



Te amo, te extraño y te llevo conmigo a cada lugar al que voy.


Dedicado a la memoria de mi abuelita Matilde.

14 de marzo del 2014.

martes, 11 de marzo de 2014

La puerta roja


¡Naciste para ser feliz! Qué afirmación tan poderosamente absurda- me dijo Luciano en su única visita a Lima cuando transcurrían los primeros días del mes de agosto del 2005.

No intenté refutar su postulado. Por aquellos días, me encontraba dubitativo sobre casi todo y sentía que cada amanecer traía consigo una dosis más de castigo, de sometimiento al tiempo verdugo que te sanciona con perpetua a conocer el dolor en todos sus matices.

No pedimos nacer y menos ser felices en un lugar tan aberrante como este, (llámese mundo) de competencia despiadada, de creciente consumismo, capaz de convertirnos en piezas de "stock", insaciable y progresivo generador de más necesidades que ni uno mismo sabía que podía llegar a tener, que obvia el verdadero valor de las cosas, de los detalles, que minimiza los principios y valores de aquellos que aún conservan un poco de humanidad y se atreven a soñar en blanco y negro imaginando con el uso exclusivo de la fuente que une la mente y el corazón para formar una sinergia perfecta, en contraposición de los otros que urgen de pantallas LED de 50 pulgadas y efectos 3D, de caros tragos y excelsos bocadillos, de compañías de ocasión para tan solo intercambiar fluidos, de moda, belleza fatua y producida.

¿Crecí equivocado? ¿Me aparté del rebaño antes de estar preparado para enfrentar lo que se venía? ¿Mis ojos no fueron capaces de advertirme que la ola era muy alta y bravía y que iba a reventar sobre mí cuando menos lo pensaba? No saber nadar no es un delito. Sí lo es dejarme solo en el mar sin haber aprendido a hacerlo.

Hoy en día, con más fechas encima, recuerdo que una tarde de los primeros días de agosto del 2005, Luciano intentó abrirme los ojos, enseñarme a nadar y a no vivir inerme en un lugar beligerante y nocivo para luego abordar un avión de regreso a Buenos Aires.

Simplemente nacemos y somos libres para decidir si queremos arriesgarnos a la esperanza de la felicidad o a cruzar el umbral, la temible pero certera puerta roja resguardada por un par de ojos plagados de incertidumbre, que te conecta con un nuevo nacimiento para intentar aprender en otro plano y quedarte en polvo sin la urgencia de materializarse.

Luciano, ahora entiendo por qué no estás más aquí.


Dedicado a la memoria de Luciano Sanguinetti.


 Derechos de autor: “La puerta roja”. Acuarela de Adrián Goma.



jueves, 27 de febrero de 2014

Laberinto


Un soterrado grito de auxilio se escurrió entre mis labios con el primer suspiro matutino consciente de esta prematura mañana, un grito lacerante proveniente de un desgarro liberado de mi alma, la que levita acompañada de lamentos y congoja.

Luego de aquel tímido intento de socorro, una cápsula silente le dio un beso apasionado a mi boca, ahogando la rebelión de mi espíritu, sellando mis dientes con la resignación de aquellos que asumen su destino, atando mis cuerdas vocales con cadenas de interminables eslabones, cavando bajo mi cama un hoyo con tres metros de profundidad.
No era mi costumbre pedir asistencia pero algo en mi interior estaba muy mal. Me sentía a un paso de caer en la locura, de perder la memoria, de exiliar los bellos recuerdos que se aferraron a mi mente como se aferra un moribundo a la vida en sus últimos latidos. 

Para el final de la noche, ya todo esfuerzo se hizo vano. El llanto rebasó mis ojos y la luz acabó con el reinado de la penumbra que durante tantos años me había sometido.
Nunca es tarde para reconocer nuestras carencias aunque la aceptación de las mismas no conlleve implícitamente consecuencias positivas. Era cierto. Toda mi vida me mantuve pidiendo auxilio pero nunca pude encontrar la salida a semejante laberinto.

Bajo el gobierno de la luna, cuando el neón tiende una alfombra de gala para el paso de mis demonios, en ese instante por fin me tragó el silencio.


martes, 28 de enero de 2014

Té para tres


Cuando conocí a Almendra sentí como si un torbellino hubiese irrumpido en mi apaciguada vida sin mediar mayor razón que el azar y la sorpresa, advirtiéndome que había más felicidad fuera de mi escondrijo, específicamente, en el lugar de donde ella provenía y que estaba al alcance de cualquier persona que se animara a hacer un mínimo esfuerzo por conocer las frondosas zonas donde habitaba el júbilo.

Almendra sonreía como si cada cosa estuviera disfrazada de broma, reía de manera contagiosa, tal como se contagia un bostezo entre un grupo de personas, sus ojos brillaban como esmeraldas encendidas en la oscuridad de la noche, sus gestos eran muy dinámicos y expresivos, su belleza era muy evidente e irrefutable poseyendo, además, la virtud de convertir los momentos difíciles en armoniosos tan sólo con desearlo. Sin embargo, nadie se escapa de los tiempos del infortunio, de los percances, de los reveses.

Cierto día, encontré a Almendra sentada en la banca de un parque por el cual yo caminaba frecuentemente. A simple vista, se le notaba desolada, con claras muestras de haber llorado durante horas sin más apoyo que el respaldar del mueble sobre el que estaba descansando. No había torbellino ni rastros del camino que conducía a la felicidad. Como en la mayoría de las historias, la pena y el dolor que ella sentía eran originados por las jugarretas del amor y el desamor, esa especie de ruleta rusa a la que se someten ciegamente las personas que aman con libre albedrío. Sin pensarlo, me aproximé a ella para averiguar la razón específica de su menguante sonrisa, de su llanto creciente. Armé una mesa a la intemperie y vertí en dos tazas enfrentadas cara a cara un poco de té para iniciar una conversación apacible. 


Me reveló el nombre y apellido de su pena y me dediqué a tiempo completo a escuchar su dolor transformado en palabras. Así pasaron horas y varios encuentros, tazas de té, soles y lunas sentados en la misma mesa con la consigna de expulsar sus demonios y dejar a sus ángeles resbalar por sus mejillas. Poco a poco, su sonrisa recobró entereza y el brillo de sus ojos lo excelso de la alborada, regresó el tiempo del júbilo y me convidó los componentes de su esencia. De alguna forma había colaborado a curar sus heridas. Me sentí más cercano a su existencia y más ávido de su compañía, nos divertimos con la naturalidad de los que se saben aptos para la alegría y vivimos un día a la vez sin fijarnos en el calendario. La animé a creer nuevamente en el amor y es que, de manera inesperada, una especie de sortilegio soterrado había sembrado en mi alma ese sentimiento universal con una intensidad difícilmente comparable a la de cualquier otra historia contada a lo largo de la vida en el planeta.

La ilusión me invitó a despojarme de la pesada coraza con la que me defendí por años de los innumerables intentos de caer en los dominios del romance y le di libertad a mi corazón para dejarse seducir por las virtudes y defectos que tenía Almendra, por su belleza inapelable y la personalidad chispeante que aderezaba su espíritu.

Almendra volvió a ser el torbellino que irrumpió en mi apaciguada vida de manera fortuita y sentí que el libre albedrío me estaba concediendo la oportunidad de profesarle los sentimientos que habitaban mi pecho, que se alimentaban de mi corazón y dormían en él, que me unían a ella como se unen los eslabones de la cadena más férrea, como se une el sol con la tierra al final del ocaso, como se unen los labios para sellar una promesa de amor eterno.

Pasadas veintinueve lunas y treinta soles, Almendra y yo nos sentamos nuevamente en la mesa que armé a la intemperie para tomar otra taza con té. Su belleza era más radiante que el brillo excelso del astro rey expuesto en la plenitud de las alturas del cielo celeste, su sonrisa le regaló vida a mis ojos y ellos pintaron con mucho color las zonas grises de mi espíritu. Nuestra conversación diaria dio inicio repasando nuestros lugares comunes, riendo un poco entre la charla y cada sorbo de té hasta que una ventisca arremetió y nos regaló un silencio. En ese instante, me decidí a desnudar mi corazón, a desacorazarlo sin temor a cualquier ataque, ofensa o arrechucho propio de la tierra de los vivos, la miré directamente a los ojos e imprimí mi alma en sus pupilas y lentamente fui dejando de lado todo aquello que me pudiera distraer del amor que emergía inconteniblemente de mi boca sin la necesidad de pronunciar palabra alguna.

De pronto, Almendra, dejó la taza sobre la mesa y esbozó una sonrisa lúdica, de esas que sólo ella fabricaba en su cajita de fantasías. Una sensación efervescente recorrió mi cuerpo de pies a cabeza al pensar que ella había percibido que mi corazón había fugado de mi pecho para intentar habitar el suyo, sin embargo, como en la mayor parte de mi vida, el desacierto se mofó de mis instintos y, regalándome dos bofetadas bufonescas, desapareció esparciendo su risa socarrona como rocío entre la maleza. Almendra no había reparado en mi proceso, en mis sentimientos hacia ella y menos en la situación inerme en la que me encontraba y me reveló los motivos de su felicidad que no eran otros que la reconciliación con aquel nombre y apellido que un tiempo atrás fueran su pena y la razón para improvisar esta mesa a la intemperie, nuestras charlas diarias cambiando sillas por divanes y el nacimiento azaroso del más febril sentimiento.

Aquella mesa para dos, con dos tazas de té listas para armonizar las charlas más intensas e insondables guardaba como secreto la existencia desapercibida de un tercer espacio, de una tercera silla, de una tercera taza. Lo que para mí fue una complicidad construida para dos en el fondo no pasó de ser una ilusión óptica, la intensión delirante de un corazón a la deriva, una percepción errónea de un mundo para dos, siendo a la luz del sol algo tan simple y sencillo como un té para tres.



 






Hay chubascos furiosos que no mojan, hay tormentas furibundas que no arrasan poblados, hay terremotos vesánicos que no derrumban edificios, casas ni puentes, hay incendios dantescos que no queman estructuras ni la cubierta arbórea de la flora ni arrasan la vida de la fauna. Esos chubascos furiosos, esas tormentas furibundas, esos terremotos vesánicos y esos incendios dantescos ocurren únicamente en nuestro interior cuando sentimos que caemos en el hoyo más profundo y sin límite, más oscuro y sin oxígeno, cuando se nos parte el corazón en mil pedazos y dejamos de ser lo que en esencia fuimos alguna vez.


Cuando conocí a Almendra tuve la sensación de que un torbellino irrumpió en mi apaciguada vida sin mediar mayor razón que el azar y la sorpresa, advirtiéndome que había más felicidad fuera de mi escondrijo, específicamente, en el lugar del cual ella provenía y que estaba al alcance de cualquier persona que se animara a hacer un mínimo esfuerzo por conocer las frondosas zonas donde habitaba el júbilo. Luego de aquel día, Almendra retornó a su camino escondiéndose en el horizonte y, sin dejar rastro, se perdió en su espacio de felicidad, en su  lugar de procedencia, donde inevitablemente algunos no podríamos llegar jamás.