viernes, 14 de marzo de 2014

Epístola N° 4: La madrugada que me pusieron marcapasos


Aquella madrugada nada parecía estar bien, nada estaba en su lugar, el encuadre era incorrecto, la foto estaba borrosa, la nota no estaba redondeada, la línea estaba difusa, el dibujo impreciso, mis manos temblorosas, mi ritmo cardíaco acelerado, mis nervios destemplados, mis pensamientos extraviados, la calle vacía y oscura, la habitación con exacerbado silencio, mis ojos extremadamente abiertos y mis oídos pendientes en exceso del llamado inevitable. No se trataba de una madrugada cualquiera pues a partir de ella ya no existirían días con luz en mi vida, por lo menos no con aquella luz que era una característica que me había acompañado durante treintaidós años de respiración ininterrumpida.

Estaba recostado armando melodías con los diversos sonidos que en otras ocasiones habían pasado desapercibidos para mí, como el paso del agua por las tuberías de las paredes, el afinado funcionamiento del motor de la refrigeradora, el movimiento del segundero del reloj de la cocina, los latidos de mi corazón y el taconeo del espanto. A lo largo de mi vida, había imaginado de diversas formas la llegada de este doloroso momento pero mi esperanza no me permitía terminar con la escena, quizá por una obvia negación de lo inevitable, quizá por el egoísmo que teñía mis afectos y acorazaba mi corazón.

De pronto, tal como ocurre en las oberturas de la ópera, arremetió en mis oídos un redoble de timbales y la explosión de las notas más agudas que mi sistema auditivo podía soportar como preludio del suceso más trágico que siempre quise evadir.

Atravesando la penumbra de la madrugada, llegué a la “Clínica Tezza” para acudir al llamado de mi familia. Mi abuela Matilde había sido internada de gravedad. Los colores empezaron a escaparse de mis pupilas, los grises asumieron el mando de mis visiones, la pena y la angustia se revolcaban como dos inexpertos amantes para consumar el más grande de mis temores. Entré a la habitación donde descansaba mi abuela, batallando contra la primera imagen que habría de tatuarse en mis pupilas, resistiéndome a enfrentar la cruda realidad que me abofeteaba sin guardar reparos.

Mi corazón dejó de latir por un momento cuando vi a mi abuelita echada en una cama, con la mirada perdida, con una sonda en la nariz y con el pecho repleto de cables conectados a un monitor de signos vitales que amenazaba mi tranquilidad con un sonido agudo, constante y rítmico, acompañado de una serie de números cambiantes que no podía comprender.


Me quedé en la habitación durante casi dos horas, sumando los egresos e ingresos repentinos. Pasadas las cuatro primeras horas del nuevo día retorné a mi departamento. Los siguientes días viví en automático, sintiendo sin querer sentir, pensando sin querer pensar, viviendo sin saber si quería vivir.

La noche del 08 de agosto del 2010 me dejé caer sobre mi cama sin poder conciliar el sueño. Los minutos pasaban devorándome el oxígeno mientras volví a sentir aquellos sonidos cuya existencia no había reparado durante el tiempo que había vivido en aquel departamento. En las primeras horas del 09 de agosto, mientras me gobernaba el insomnio, se rompió el silencio que acompañaba mi mente en blanco mientras mi cabeza se mantenía hundida en una almohada. Una llamada puso fin a mi tétrico suspenso. El fin de los tiempos había llegado. No atiné a levantarme, mi cuerpo vacío se quedó sobre la cama. A veces se tienen pesadillas sin la necesidad de estar dormido y, peor aún, a veces se convierten en realidad.

Mi abuela Matilde, mi abuelita, había fallecido aquella madrugada en la que también me convertí en frío. Ella marcó el inicio y el fin de mis días y noches durante treinta y dos años de mi vida, me enseñó la fe y me demostró todo su amor sin ser una persona expresiva, cuidándome, renegando, rezando por mí, preguntándome si ya había comido cada vez que me veía.

Extraño su frente, su rostro, su cabello cenizo, sus manos arrugadas, sus ojos plomizos, que me dé la bendición antes de salir de mi casa, el sonido de sus pasos que se ampliaba por cada rincón de la misma, verla bajar por las escaleras cogiéndose del barandal, mirarla mientras tapaba la jaula de los canarios, que toque la puerta de mi habitación para preguntarme si ya he comido, escucharla leer el periódico y su risa que me regalaba alegría y me invitaba a creer en el futuro. Extraño su sonrisa y que me deje abrazarla a pesar que los abrazos no estaban incluidos en su lista de gustos, extraño verla comer turrón cada octubre, escucharla rezar y que me cuente de donde son sus raíces, extraño sus travesuras constantes y graciosas que no me dejaban verla como una persona que tenía más de cien años de edad y que aceptó el trabajo de ser mi ángel guardián a tiempo completo mientras vivía bajo el mismo cielo que el resto del mundo, extraño celebrar su cumpleaños junto al mío, sus gestos de grandeza y bondad para con este humilde nieto que siempre encontró en ella la seguridad que le faltaba a su espíritu perdido en algún largo y recóndito camino.

Extraño eso y mucho más y creo que me faltará vida para seguirla extrañando. Lamento haberle hecho el mínimo daño, no haberla tratado bien en ocasiones y no haber estado cerca la noche que se cayó en medio de la oscuridad y se rompió el fémur para no volver a caminar jamás. Lamento no haberle dado más amor, detalles, tiempo, pero espero que nunca dude que la amo por encima de la distancia que nos separa y que rezo cada día para que ésta se aminore con premura.

Aun no comprendo el ciclo de la vida y no intento hacerlo. Hay cosas muy difíciles de superar, batallas que sé que debo librar, como la de visitar su tumba por primera vez desde el día que la sembraron en la tierra. Hay otras que comprendo cabalmente como el significado de dejarla ir para que pueda reunirse con sus demás seres queridos.

La madrugada en que falleció mi abuela se quebró una gran parte de mi vida. La última vez que la vi le prometí que nunca dejaría de tenerla conmigo y de alguna manera me vi recostado junto a ella sometiéndome al mandato de aquel que siempre se vistió de dogma y me arrancó a tantas personas en los momentos de mayor carencia y en situaciones por demás abstrusas.

Aquella madrugada cambió mi vida, cambió el perfume y el sabor de las cosas. En adelante, los amaneceres perdieron el color y las noches ahuyentaron las estrellas más brillantes. Sin embargo, algo más intenso ocurrió en mí aquella madrugada. La muerte escurridiza dejó sentir sus temerarios pasos, me abrazó para quitarme el corazón y poner sin fecha de vencimiento un frío y macabro marcapasos.



Te amo, te extraño y te llevo conmigo a cada lugar al que voy.


Dedicado a la memoria de mi abuelita Matilde.

14 de marzo del 2014.

martes, 11 de marzo de 2014

La puerta roja


¡Naciste para ser feliz! Qué afirmación tan poderosamente absurda- me dijo Luciano en su única visita a Lima cuando transcurrían los primeros días del mes de agosto del 2005.

No intenté refutar su postulado. Por aquellos días, me encontraba dubitativo sobre casi todo y sentía que cada amanecer traía consigo una dosis más de castigo, de sometimiento al tiempo verdugo que te sanciona con perpetua a conocer el dolor en todos sus matices.

No pedimos nacer y menos ser felices en un lugar tan aberrante como este, (llámese mundo) de competencia despiadada, de creciente consumismo, capaz de convertirnos en piezas de "stock", insaciable y progresivo generador de más necesidades que ni uno mismo sabía que podía llegar a tener, que obvia el verdadero valor de las cosas, de los detalles, que minimiza los principios y valores de aquellos que aún conservan un poco de humanidad y se atreven a soñar en blanco y negro imaginando con el uso exclusivo de la fuente que une la mente y el corazón para formar una sinergia perfecta, en contraposición de los otros que urgen de pantallas LED de 50 pulgadas y efectos 3D, de caros tragos y excelsos bocadillos, de compañías de ocasión para tan solo intercambiar fluidos, de moda, belleza fatua y producida.

¿Crecí equivocado? ¿Me aparté del rebaño antes de estar preparado para enfrentar lo que se venía? ¿Mis ojos no fueron capaces de advertirme que la ola era muy alta y bravía y que iba a reventar sobre mí cuando menos lo pensaba? No saber nadar no es un delito. Sí lo es dejarme solo en el mar sin haber aprendido a hacerlo.

Hoy en día, con más fechas encima, recuerdo que una tarde de los primeros días de agosto del 2005, Luciano intentó abrirme los ojos, enseñarme a nadar y a no vivir inerme en un lugar beligerante y nocivo para luego abordar un avión de regreso a Buenos Aires.

Simplemente nacemos y somos libres para decidir si queremos arriesgarnos a la esperanza de la felicidad o a cruzar el umbral, la temible pero certera puerta roja resguardada por un par de ojos plagados de incertidumbre, que te conecta con un nuevo nacimiento para intentar aprender en otro plano y quedarte en polvo sin la urgencia de materializarse.

Luciano, ahora entiendo por qué no estás más aquí.


Dedicado a la memoria de Luciano Sanguinetti.


 Derechos de autor: “La puerta roja”. Acuarela de Adrián Goma.