Aquella
madrugada nada parecía estar bien, nada estaba en su lugar, el encuadre era
incorrecto, la foto estaba borrosa, la nota no estaba redondeada, la línea
estaba difusa, el dibujo impreciso, mis manos temblorosas, mi ritmo cardíaco
acelerado, mis nervios destemplados, mis pensamientos extraviados, la calle
vacía y oscura, la habitación con exacerbado silencio, mis ojos extremadamente
abiertos y mis oídos pendientes en exceso del llamado inevitable. No se trataba
de una madrugada cualquiera pues a partir de ella ya no existirían días con luz
en mi vida, por lo menos no con aquella luz que era una característica que me
había acompañado durante treintaidós años de respiración ininterrumpida.
Estaba
recostado armando melodías con los diversos sonidos que en otras ocasiones
habían pasado desapercibidos para mí, como el paso del agua por las tuberías de
las paredes, el afinado funcionamiento del motor de la refrigeradora, el
movimiento del segundero del reloj de la cocina, los latidos de mi corazón y el
taconeo del espanto. A lo largo de mi vida, había imaginado de diversas formas
la llegada de este doloroso momento pero mi esperanza no me permitía terminar
con la escena, quizá por una obvia negación de lo inevitable, quizá por el
egoísmo que teñía mis afectos y acorazaba mi corazón.
De
pronto, tal como ocurre en las oberturas de la ópera, arremetió en mis oídos un
redoble de timbales y la explosión de las notas más agudas que mi sistema auditivo
podía soportar como preludio del suceso más trágico que siempre quise evadir.
Atravesando
la penumbra de la madrugada, llegué a la “Clínica Tezza” para acudir al llamado
de mi familia. Mi abuela Matilde había sido internada de gravedad. Los colores
empezaron a escaparse de mis pupilas, los grises asumieron el mando de mis
visiones, la pena y la angustia se revolcaban como dos inexpertos amantes para
consumar el más grande de mis temores. Entré
a la habitación donde descansaba mi abuela, batallando contra la primera imagen
que habría de tatuarse en mis pupilas, resistiéndome a enfrentar la cruda
realidad que me abofeteaba sin guardar reparos.
Mi
corazón dejó de latir por un momento cuando vi a mi abuelita echada en una
cama, con la mirada perdida, con una sonda en la nariz y con el pecho repleto
de cables conectados a un monitor de signos vitales que amenazaba mi
tranquilidad con un sonido agudo, constante y rítmico, acompañado de una serie
de números cambiantes que no podía comprender.
Me
quedé en la habitación durante casi dos horas, sumando los egresos e ingresos
repentinos. Pasadas las cuatro primeras horas del nuevo día retorné a mi
departamento. Los siguientes días viví en automático, sintiendo sin querer
sentir, pensando sin querer pensar, viviendo sin saber si quería vivir.
La
noche del 08 de agosto del 2010 me dejé caer sobre mi cama sin poder conciliar
el sueño. Los minutos pasaban devorándome el oxígeno mientras volví a sentir aquellos
sonidos cuya existencia no había reparado durante el tiempo que había vivido en
aquel departamento. En las primeras horas del 09 de agosto, mientras me
gobernaba el insomnio, se rompió el silencio que acompañaba mi mente en blanco
mientras mi cabeza se mantenía hundida en una almohada. Una llamada puso fin a
mi tétrico suspenso. El fin de los tiempos había llegado. No atiné a
levantarme, mi cuerpo vacío se quedó sobre la cama. A veces se tienen pesadillas
sin la necesidad de estar dormido y, peor aún, a veces se convierten en
realidad.
Mi
abuela Matilde, mi abuelita, había fallecido aquella madrugada en la que
también me convertí en frío. Ella marcó el inicio y el fin de mis días y noches
durante treinta y dos años de mi vida, me enseñó la fe y me demostró todo su
amor sin ser una persona expresiva, cuidándome, renegando, rezando por mí, preguntándome
si ya había comido cada vez que me veía.
Extraño
su frente, su rostro, su cabello cenizo, sus manos arrugadas, sus ojos plomizos,
que me dé la bendición antes de salir de mi casa, el sonido de sus pasos que se
ampliaba por cada rincón de la misma, verla bajar por las escaleras cogiéndose
del barandal, mirarla mientras tapaba la jaula de los canarios, que toque la
puerta de mi habitación para preguntarme si ya he comido, escucharla leer el
periódico y su risa que me regalaba alegría y me invitaba a creer en el futuro.
Extraño su sonrisa y que me deje abrazarla a pesar que los abrazos no estaban incluidos
en su lista de gustos, extraño verla comer turrón cada octubre, escucharla
rezar y que me cuente de donde son sus raíces, extraño sus travesuras
constantes y graciosas que no me dejaban verla como una persona que tenía más
de cien años de edad y que aceptó el trabajo de ser mi ángel guardián a tiempo completo
mientras vivía bajo el mismo cielo que el resto del mundo, extraño celebrar su cumpleaños
junto al mío, sus gestos de grandeza y bondad para con este humilde nieto que
siempre encontró en ella la seguridad que le faltaba a su espíritu perdido en
algún largo y recóndito camino.
Extraño
eso y mucho más y creo que me faltará vida para seguirla extrañando. Lamento
haberle hecho el mínimo daño, no haberla tratado bien en ocasiones y no haber
estado cerca la noche que se cayó en medio de la oscuridad y se rompió el fémur
para no volver a caminar jamás. Lamento no haberle dado más amor, detalles,
tiempo, pero espero que nunca dude que la amo por encima de la distancia que
nos separa y que rezo cada día para que ésta se aminore con premura.
Aun
no comprendo el ciclo de la vida y no intento hacerlo. Hay cosas muy difíciles
de superar, batallas que sé que debo librar, como la de visitar su tumba por
primera vez desde el día que la sembraron en la tierra. Hay otras que comprendo
cabalmente como el significado de dejarla ir para que pueda reunirse con sus
demás seres queridos.
La
madrugada en que falleció mi abuela se quebró una gran parte de mi vida. La
última vez que la vi le prometí que nunca dejaría de tenerla conmigo y de alguna
manera me vi recostado junto a ella sometiéndome al mandato de aquel que
siempre se vistió de dogma y me arrancó a tantas personas en los momentos de
mayor carencia y en situaciones por demás abstrusas.
Aquella
madrugada cambió mi vida, cambió el perfume y el sabor de las cosas. En
adelante, los amaneceres perdieron el color y las noches ahuyentaron las
estrellas más brillantes. Sin embargo, algo más intenso ocurrió en mí aquella
madrugada. La muerte escurridiza dejó sentir sus temerarios pasos, me abrazó
para quitarme el corazón y poner sin fecha de vencimiento un frío y macabro
marcapasos.
Te amo, te extraño y te llevo conmigo a cada lugar al que voy.
Dedicado
a la memoria de mi abuelita Matilde.
14 de marzo del 2014.