miércoles, 27 de noviembre de 2013

Corazón de estrella


Yo era un tipo común, que vivía como el resto de los mortales en el planeta, que caminaba sobre el suelo afirmado por el paso de los años y debajo del cielo aclamado por los humildes. Tenía tantos defectos como virtudes, dones, facultades y aptitudes para sobrevivir cumpliendo las reglas del orbe. No había nada extraordinario en mi existencia entre la alborada y el anochecer frenético que se presentaba con el canto de las chicharras y el dominio de la luna sobre el empíreo circundado por ángeles celestes.
Yo era un tipo común, como el resto de los mortales en el planeta hasta que te conocí y nació en mí el amor, y con él lo más fructífero y abundante en riqueza espiritual, lo límpido e inconmensurable, lo perfecto, lo divino y, en ocasiones, lo más endeble y quebradizo.
Te amaba tanto y tantas veces en un mismo instante que luego de sentirlo mi corazón se encabritaba como un caballo salvaje galopando por extensas llanuras, descubriendo el ancho mundo.
Te amaba tanto y tantas veces en un mismo instante que luego de expresarlo emergía de la profundidad de mi alma un suspiro capaz de renovar el aire impuro del planeta, como lo hacen los lirios, el ficus y las palmeras.
Te amaba tanto y tantas veces en un mismo instante que luego de vivirlo sentía una necesidad descomunal de compartir la alegría que tal sentimiento producía en mí, como cuando eras niño y tus padres te compraban todos los globos que vendían en la plaza.
Te amaba tanto y tantas veces en un mismo instante que luego de demostrártelo brotaba de mí una luz que me devolvía en estado natural a los niveles ponderables de la razón humana, como una especie de luminiscencia en todo su esplendor.
No obstante todo ello, tanto amor dentro de mí corría el riesgo de marchitarse, de corroerse si no tuviese la fortuna de llegar a ti, pues dicho sentimiento tan embelesante, tan cautivador e hipnótico te pertenecía más a ti que a mí por ser la razón de su nacimiento, de su crecimiento exponencial, de su transformación en maravilla e hice de su simple existencia un motivo más que suficiente para ofrendártelo.
Estábamos en la playa. Las gaviotas descendían lentamente sobre las rocosas donde las olas reventaban con bravura bañando los corales y la escasa vegetación marina. El ocaso mostraba su grandeza en tanto la brisa aplacaba el bochorno propio del lugar y estación que se vivía.
Con humildad me acerqué a ti como lo hacen los que admiran mientras observan y te prodigué mis sentimientos, me miraste y sonreíste y ello me trasladó una especie de electricidad por todo el cuerpo y me cayó una ráfaga de felicidad que inundó mi espíritu, sin embargo, cuando me acerqué un poco más a ti e intenté abrazarte, rehuiste a mi abrazo y el dolor fue demasiado intenso, insoportable, cruento, desgarrador. Mi cuerpo retrocedió y, mientras ello ocurría, mis brazos se hicieron cenizas hasta convertirse en muñones. ¿Acaso era un castigo por permitirme sentir algo que me había sido prohibido sin previo aviso?
Pese a ello, el amor que sentía por ti era tan excelso que no podía permitirme renunciar a transmitírtelo por lo que recuperé los pasos retrocedidos e intenté darte un beso en la mejilla. Irremediablemente para mí, esquivaste mi boca y sentí un dolor aún más agudo que el anterior. Mientras intentaba explicarte algo que sólo es posible sentir, mis labios también se hicieron cenizas quedándome un hoyo profundo lleno de silencio. ¿Era, éste, un aviso más de lo confuso para evitar que se volviera pleno el raudal que había nacido en mí?
Ya sin la capacidad de abrazar ni el don de decir me dirigí corriendo hacia ti mirándote fijamente, tratando de expresarte mis sentimientos a través de la expresión de mis pupilas cuando efectuaste un lance taurino y me eludiste para evitar el contacto, me caí como caen los frutos maduros de los árboles mientras mis piernas se convertían en cenizas, quedando a salvo únicamente mi corazón.
Confundido entre la arena de la playa, pude sentir la caída de la noche aunque ya no el canto de las chicharras. Aún dispuesto a no dejar morir este sentimiento sin antes compartirlo, ya sin brazos, piernas ni boca, mi corazón comenzó a llorar para hacerse sentir.



De pronto, desde las alturas, el arcángel Barachiel descendió veloz y tenazmente dejando en la superficie una serie de hoyos concéntricos a su alrededor para luego elevarse desde el más profundo hasta alcanzarme con la vista.
Barachiel no pronunció palabra, sólo me miró mostrándome una sonrisa aquietante y amansadora. Todo el entorno se convirtió en luz y fue en ese instante cuando mis ojos dejaron de tener importancia. El arcángel se acercó y me apoyó sobre uno de sus brazos, tomó mi corazón, lo atesoró entre sus manos y lo volvió polvo de estrellas, dispersándolo con un soplido por el lienzo oscuro que enmarcaba aquella noche de verano, salvándolo de toda herejía o sacrificio mundano.

 
Yo era un tipo común, que vivía como el resto de los mortales en el planeta y que dejó de serlo al conocerte, que te amó tanto y tantas veces en un mismo instante, y que luego de perder tantos rasgos propios de un mortal se dio cuenta que el amor inmortal no requiere de brazos, piernas, bocas ni ojos para sentirlo, expresarlo, vivirlo y demostrarlo porque la parte más importante, vayamos a donde vayamos, siempre será el corazón.
 
 
 

jueves, 21 de noviembre de 2013

Blanco y Negro


Ramiro y yo éramos dos entrañables amigos. Crecimos juntos en el mismo pueblo que vio nacer a nuestras familias, asistimos a la misma escuela y de vez en cuando nos reuníamos para estudiar, aunque la mayor parte del tiempo que compartíamos era haciendo travesuras, a pesar de ser fanáticos de equipos deportivos diferentes siempre entrábamos y salíamos de la cancha juntos. 

El siempre luchó por subir algunos kilos mientras que mi mayor anhelo era aumentar un poco la estatura. Él era estudioso y un poco vago para la práctica de los deportes, su vicio era los dulces y leer las revistas de caricaturas que llegaban cada fin de mes desde la capital. Yo renegaba un poco para estudiar pero me encantaba jugar al fútbol, sin importar donde fuera y si era con pelota, latas o piedras, mi vicio era dormir y acostarme en una hamaca para mirar las estrellas; él era solitario y yo muy amiguero. Él era blanco y yo era negro.

 

Corrían los tiempos del hombre. La mayoría de habitantes del pueblo, incluyendo nuestras familias, no aprobaban completamente nuestra amistad pero, para Ramiro y para mí, ella no requería del consentimiento del gentío, y no mostrábamos miramientos por ventilarla a plenitud pues no vestía colores, salvo cuando corríamos en la búsqueda del inicio del arco iris.

Nuestra infancia tuvo un paso veloz, por lo menos eso se percibe cuando vives en felicidad y sin presiones y aunque nos divertimos sin restricciones, aún creo que aquella época nos abandonó demasiado pronto. Con la ayuda de Dios, que para ambos era el mismo, nuestra adolescencia fue acompañada de una amistad consolidada que, además de basarse en las diversiones lúdicas, fungía de catalizadora de sentimientos, de emociones, como la promesa de ayuda que siempre nos procuramos a pesar del  deterioro mental que atacó a la población. La peste arremetió en la era del hombre y mostró su verdadero rostro.

Ramiro y yo ya no estábamos a salvo. Sobre las calles del pueblo cayó una lluvia de comentarios hostiles contra ambos. Contra él por el prejuicio de los amigos de su familia, contra mí por el color negro que mi piel absorbía con ferocidad. No existe un paraguas lo suficientemente resistente para soportar semejante chubasco. Mis padres me mostraban su indignación con gesticulaciones y ademanes posesos de furia casi incontrolable. No estaban dispuestos a verme sufrir. No supe mucho sobre la reacción de los padres de mi amigo. Al fin de cuentas, nunca nos importó la opinión del resto porque precisamente eso es lo que eran para nosotros: el resto.
 
En cierta ocasión, decidimos salir de excursión a los bosques que circundaban el pueblo. Nos encontramos muy temprano y caminamos a paso de tortuga hasta perdernos entre los árboles y la vegetación del lugar. Transcurridos los primeros minutos de la tarde, algunas circunstancias se tornaron extrañas, oscuras, densas, y nos envolvieron en una atmósfera que nos distrajo de lo que sería un acontecimiento nefasto. Nuestros pasos se hicieron más pesados, más lentos, como si hubiésemos estado caminando sobre terreno fangoso, el aire se fue volviendo turbio y nos confundió el olfato. Cuando volví la mirada hacia Ramiro, lo noté nervioso, azorado, como si esperara el desenlace de lo inevitable o el quebrantamiento de lo que algunos denominan “destino”.

Mientras continuábamos la marcha, empecé a notar que los sonidos de la naturaleza se distorsionaban, como cuando intentas escuchar un disco grabado a 33 revoluciones por minuto a la velocidad de 45. El efecto “Doppler” nos alcanzó de tal forma que logró desorientarnos al punto de agotarnos. A la distancia sentí pisadas tan furiosas como las de un batallón militar, los verdugos estaban dentro de su hora de trabajo, eran muy aplicados, trabajadores del mes, galardonados hombres de la corte. Los observé acercándose uno por uno y a todos por igual, les vi las caras y sus rostros se fijaron en mis pupilas como la primera vez que miras un caleidoscopio. Ramiro me miró y me incitó a correr. Yo no entendí el motivo para tener que huir por lo que no atiné a mover un músculo hasta tener algún conocimiento certero de lo que estaba ocurriendo. Él se detuvo frente a mí en vista a mi negativa al escape. En pocos minutos habíamos sido rodeados por cinco individuos, cinco integrantes del grupo de los verdugos, aquellos infectados por la peste, que nunca dejaron de agraviarnos por el simple hecho de que un blanco y un negro fueran amigos a pesar de la opinión opositora de los inquisidores.

Fue cuestión de un paso de página, lo que dura un parpadeo. Sin que medie motivo recibí una pedrada de parte de uno de los sujetos y aunque nosotros tratamos de estar tranquilos, ellos no hicieron esfuerzo alguno por cambiar su actitud, lanzándonos más piedras sin medir los daños que ello nos pudiera ocasionar. Ramiro sufrió varios cortes en el rostro y la cabeza. Al verlo emanar tanta sangre sólo atiné a lanzarme sobre el primero de los agresores, mientras los otros nos cercaron como en un circo romano, a la espera de mi derrota. Gracias a la combinación del azar y a mi naturaleza escurridiza, logré salir victorioso de la pugna, lo que originó que la agresión se convirtiera en grupal, dispareja, desleal, matonesca. No recuerdo cómo hice pero pude librarme de los golpes. Quizá no debí hacerlo. En aquel momento, uno de los inquisidores tomó una navaja para atacarme pero la hoja filosa nunca me tocó. Ramiro se interpuso en el camino siendo gravemente herido en el abdomen. Lo vi tendido sobre la maleza. Por poco me ahogué con mi propio llanto mientras lo veía desangrándose, con una herida mortal que me pertenecía y que me había sido arrebatada por lo que sería el origen de mi culpa.

La diosa Némesis se adueñó de mis entrañas, las aderezó de cruenta ira y las maceró en saliva de demonio. Vestido de impulso y con temeridad, me enfrenté a la muerte sin conocer motivos que bordearan la razón, me abalancé sobre el cobarde agresor, que a cada segundo se iba transformando en asesino, y le golpee el rostro de tal forma que ya no habitaba un espacio libre de linfa en su piel para finalmente rematarlo con la misma navaja con la que él había herido de muerte a mi mejor amigo, a mi único amigo. En algún compás de la partitura sentí un golpe seco en mi pecho y una sensación tibiecita que cobraba mayor calidez con el transcurrir de los segundos. Uno de los verdugos disparó su revólver contra mí y la resignación me hizo ponerme de rodillas. Aún me quedaba furia en el alma. Miraba al asesino de Ramiro, quien se había convertido en mi víctima y sólo deseaba devolverle la vida para poder matarlo nuevamente, una y mil veces hasta liberarme del espanto, de la carcajada engolada de la muerte, de la peste y de la era del hombre.

Aquellos hombres escaparon del lugar, dejando incluso el cadáver del otro poblador. Ya me sentía ir y eso me daba cierta paz, me arrastré tan rápido como pude hasta encontrarme con Ramiro y logré observar su último parpadeo. Me dejé caer a su lado esperando que se cumplieran las promesas de las que tanto me hablaron cuando era niño: ascender o descender. No sé qué sucedió luego en aquel pueblo pero sí sé que en aquel espacio de sangre se fundió la raza.

Respecto a nosotros, todo había terminado. Ambos habíamos muerto entre la hierba del bosque, entre los árboles que formaron la tumba de nuestros huesos, entre el horror y la vergüenza por la guerra de colores, entre el prejuicio y la aspereza que emana de la razón humana, entre el canto de los pájaros que aún nos cantan fielmente y a cada momento, ese canto que se volvió eterno desde aquella tarde que dejamos de vivir, desde aquella tarde de rebeldía y de reproche, desde aquella tarde en la que Ramiro se transformó en día y yo me convertí en noche.





http://www.youtube.com/watch?v=PSvnIwg0lEA

lunes, 4 de noviembre de 2013

GUSANO

Nadie escucha a un gusano, nadie le habla a un gusano, nadie se percata de la ausencia de un gusano y en sí, nadie advierte cuando un gusano viene o se va pues nadie lo extraña. Nadie se cuestiona si un gusano tiene destino y, de tenerlo, no le importa saber cuál es. Nadie repara si un gusano tiene hambre o sed, si es capaz de sentir o de esperar algo, en el sentido lato de “esperar”. Nadie recibe noticias de un gusano ni espera recibirlas, no le escribe cartas o mails, no le interesa llamar a un gusano ni recibir sus llamadas, nadie toma interés acerca de la labor de un gusano, no le importa si es opulento y acumula riqueza porque un gusano no puede jugar en la bolsa, manejar un carro último modelo o comprar un departamento en la zona más exclusiva de la ciudad pero tampoco le interesa si es pobre o representante empírico de la mendicidad.
Nadie le da crédito a un gusano, menos le da trabajo ni le perdona las deudas. Nadie celebra el nacimiento de un gusano, si tiene familia o si ésta crece. A nadie le importa la muerte de un gusano ni la llora. Nadie es amigo de un gusano o se enamora de uno. Nadie cree en la bondad de un gusano o en su inocencia, a nadie le importa el dolor de un gusano, nadie busca que un gusano sea feliz porque su felicidad muere en él mismo, porque pase lo que pase siempre será un gusano, aquí o allá, arriba o abajo.
 
Nadie le cede el paso a un gusano o evita pisarlo, salvo que le dé asco el resultado del crimen. Nadie cree en la transmutación, en la resurrección o en la reencarnación de un gusano porque nadie cree que un gusano tenga alma. Nadie se inspira en un gusano, poetiza, arma debates sobre su vida o se toma el tiempo de filosofar sobre uno y es que nadie quiere actuar como gusano o que lo vean o comparen como tal. A nadie le gusta que le digan “gusano” porque se lo considera despectivo. Nadie piensa que un gusano siente, canta, ríe, llora, ayuda o piensa, salvo que sea el de un dibujo animado.
Nadie piensa en el encuentro con un gusano porque asocia dicha cita al momento de la muerte o al banquete que se celebra tres metros bajo tierra. Así de fúnebre es la asociación directa.
Y si de ser peyorativo se trata, se considera que la apariencia del gusano es repulsiva, nada amable para la vista. Su consistencia bascosa, nauseabunda, quizá vomitiva y su comparación denigrante, redundo en ello. Sin embargo, en la vida, es muy fácil que alguien intente hacerte sentir como un “gusano”, incluso tú, que dices amarme tanto. Eso sí, una vez que ello ocurre, es muy difícil dejar de sentirlo.
 
Dejo al libre albedrío la comprensión de mi expresión. No puedo detenerme a explayarme más pues el deber me abunda y me sobrepasa. Debo seguir con mi movimiento peristáltico, hacer un hoyo donde pueda esconder mi vida, encontrar una manzana plagada de huevos de mosca azul o esperar la autolisis de los cadáveres.
 
En esencia, nunca somos más de lo que somos pero, en ciertas ocasiones, somos más de lo que nos hacen sentir.