Yo era un tipo común, que
vivía como el resto de los mortales en el planeta, que caminaba sobre el suelo
afirmado por el paso de los años y debajo del cielo aclamado por los humildes. Tenía
tantos defectos como virtudes, dones, facultades y aptitudes para sobrevivir
cumpliendo las reglas del orbe. No había nada extraordinario en mi existencia
entre la alborada y el anochecer frenético que se presentaba con el canto de
las chicharras y el dominio de la luna sobre el empíreo circundado por ángeles
celestes.
Yo era un tipo común, como
el resto de los mortales en el planeta hasta que te conocí y nació en mí el
amor, y con él lo más fructífero y abundante en riqueza espiritual, lo límpido
e inconmensurable, lo perfecto, lo divino y, en ocasiones, lo más endeble y
quebradizo.
Te amaba tanto y tantas
veces en un mismo instante que luego de sentirlo mi corazón se encabritaba como
un caballo salvaje galopando por extensas llanuras, descubriendo el ancho
mundo.
Te amaba tanto y tantas
veces en un mismo instante que luego de expresarlo emergía de la profundidad de
mi alma un suspiro capaz de renovar el aire impuro del planeta, como lo hacen los
lirios, el ficus y las palmeras.
Te amaba tanto y tantas
veces en un mismo instante que luego de vivirlo sentía una necesidad descomunal
de compartir la alegría que tal sentimiento producía en mí, como cuando eras
niño y tus padres te compraban todos los globos que vendían en la plaza.
Te amaba tanto y tantas
veces en un mismo instante que luego de demostrártelo brotaba de mí una luz que
me devolvía en estado natural a los niveles ponderables de la razón humana,
como una especie de luminiscencia en todo su esplendor.
No obstante todo ello,
tanto amor dentro de mí corría el riesgo de marchitarse, de corroerse si no
tuviese la fortuna de llegar a ti, pues dicho sentimiento tan embelesante, tan
cautivador e hipnótico te pertenecía más a ti que a mí por ser la razón de su nacimiento,
de su crecimiento exponencial, de su transformación en maravilla e hice de su
simple existencia un motivo más que suficiente para ofrendártelo.
Estábamos en la playa. Las
gaviotas descendían lentamente sobre las rocosas donde las olas reventaban con
bravura bañando los corales y la escasa vegetación marina. El ocaso mostraba su
grandeza en tanto la brisa aplacaba el bochorno propio del lugar y estación que
se vivía.
Con humildad me acerqué a
ti como lo hacen los que admiran mientras observan y te prodigué mis
sentimientos, me miraste y sonreíste y ello me trasladó una especie de
electricidad por todo el cuerpo y me cayó una ráfaga de felicidad que inundó mi
espíritu, sin embargo, cuando me acerqué un poco más a ti e intenté abrazarte,
rehuiste a mi abrazo y el dolor fue demasiado intenso, insoportable, cruento,
desgarrador. Mi cuerpo retrocedió y, mientras ello ocurría, mis brazos se
hicieron cenizas hasta convertirse en muñones. ¿Acaso era un castigo por
permitirme sentir algo que me había sido prohibido sin previo aviso?
Pese a ello, el amor que
sentía por ti era tan excelso que no podía permitirme renunciar a
transmitírtelo por lo que recuperé los pasos retrocedidos e intenté darte un
beso en la mejilla. Irremediablemente para mí, esquivaste mi boca y sentí un
dolor aún más agudo que el anterior. Mientras intentaba explicarte algo que
sólo es posible sentir, mis labios también se hicieron cenizas quedándome un
hoyo profundo lleno de silencio. ¿Era, éste, un aviso más de lo confuso para
evitar que se volviera pleno el raudal que había nacido en mí?
Ya sin la capacidad de
abrazar ni el don de decir me dirigí corriendo hacia ti mirándote fijamente,
tratando de expresarte mis sentimientos a través de la expresión de mis pupilas
cuando efectuaste un lance taurino y me eludiste para evitar el contacto, me caí
como caen los frutos maduros de los árboles mientras mis piernas se convertían en
cenizas, quedando a salvo únicamente mi corazón.
Confundido entre la arena
de la playa, pude sentir la caída de la noche aunque ya no el canto de las
chicharras. Aún dispuesto a no dejar morir este sentimiento sin antes compartirlo,
ya sin brazos, piernas ni boca, mi corazón comenzó a llorar para hacerse
sentir.
De pronto, desde las alturas, el arcángel Barachiel descendió veloz y tenazmente dejando en la superficie una serie de hoyos concéntricos a su alrededor para luego elevarse desde el más profundo hasta alcanzarme con la vista.
De pronto, desde las alturas, el arcángel Barachiel descendió veloz y tenazmente dejando en la superficie una serie de hoyos concéntricos a su alrededor para luego elevarse desde el más profundo hasta alcanzarme con la vista.
Barachiel no pronunció
palabra, sólo me miró mostrándome una sonrisa aquietante y amansadora. Todo el
entorno se convirtió en luz y fue en ese instante cuando mis ojos dejaron de
tener importancia. El arcángel se acercó y me apoyó sobre uno de sus brazos,
tomó mi corazón, lo atesoró entre sus manos y lo volvió polvo de estrellas,
dispersándolo con un soplido por el lienzo oscuro que enmarcaba aquella noche
de verano, salvándolo de toda herejía o sacrificio mundano.
Yo era un tipo común, que
vivía como el resto de los mortales en el planeta y que dejó de serlo al
conocerte, que te amó tanto y tantas veces en un mismo instante, y que luego de
perder tantos rasgos propios de un mortal se dio cuenta que el amor inmortal no
requiere de brazos, piernas, bocas ni ojos para sentirlo, expresarlo, vivirlo y
demostrarlo porque la parte más importante, vayamos a donde vayamos, siempre
será el corazón.