miércoles, 24 de julio de 2013

La nube de Dios


Mis ojos estaban velados. Parecía que el techo se acercaba y alejaba a mi rostro intermitentemente como una prensa hidráulica, la piltra sobre la que me encontraba recostado poseía movimiento encabritado, incapaz de ser calmado con ningún tipo de exorcismo, la luz tenía sonido y el ruido luminiscencia. No importaban las apariencias pues nada parecía estar en su sitio. La noche anterior había intentado quitarme la vida de manera infructuosa, situación que hizo más espeso el lodazal en el que había estado subsistiendo durante los últimos años producto de la vergüenza de vivir sin motivación para hacerlo. Este nuevo fracaso ahondó en mi paladar el sinsabor de ineptitud en mis propósitos. Me costaba respirar y, sin mediar procedimiento alguno, me quedé dormido súbitamente.
Al despertar, pude observar por primera vez, una serie de imágenes claras, límpidas y auspiciosas, y borré todas las percepciones adquiridas durante mi fraudulento descenso al inframundo y las reemplacé por la capacidad de asombro que necesitaba para volver a sentir como un neonato. De alguna manera, se podría decir que “Yo ya no era yo”. Habían pasado las primeras horas del día, sonreí y me sentí feliz porque ese era mi deseo, corrí las cortinas y abrí las ventanas del dormitorio, el sol pintó cada uno de sus rincones y reavivó todos los colores, comencé a renacer, volví a reír y nunca más me agradó ser tan redundante. Respiré profundamente y separé el olor del vulgo ambiental del incomparable aroma de las flores y rosas del jardín que mi madre cultivaba, sentía conmigo a mi más puro amor a pesar de su obligada ausencia física, acaricié su rostro perpetuado en mi primer sentimiento, subí a las estrellas al recordar sus tímidos besos y fui feliz en cada uno de aquellos momentos.



Salí a mirar la ciudad subido en la nube de Dios, cubierto de aquel deseo, de aquella sonrisa, de aquella felicidad, me empapé con cada gota de rocío que exhalaba el ambiente y me hidraté lo sólo lo necesario, pasé sobre el suelo que me amarraba al pasado, le perdí el miedo y construí un palacio sobre él, esparcí toda la gama de colores en el parterre, puse una cruz en el cuarto del Señor que desde aquel instante se llevó algo de mí, empedré cada rincón que acogía la depresión de los años, sellé cada espacio triste para no darle ventaja alguna a la infelicidad, sonreí nuevamente y llevé el recuerdo de mi amada al que ahora es su palacio, la nombré reina y le ofrecí mi renaciente corazón una vez más, aquel que desde la adolescencia ya le pertenecía.

Le dejé un beso entrelazado en un abrazo, salí del palacio y me adentré en el mundo, fui a cumplir las metas mientras los desvelos e infortunios caían sobre mí. Me sentí cansado y por poco perdí el paso pero la mano de Dios enderezó mis movimientos, me condujo a la esperanza. La nube regresó al correcto camino.

Al final del día volví al punto de partida, saludé a mis padres, a mis hermanos, a mi tía, a mi abuela querida, los escuché reír y me encantó la sinfonía, me alimenté y descansé libremente hasta saciarme, esbocé ráfagas de sonrisas y desperdigué mis sueños a los noctámbulos intrusos de cada noche de verano, invierno y nueva estación. Mantuve mis ojos abiertos por última vez en el día, cerré las ventanas y corrí las cortinas, redundé en mi alegría, disfruté en el recuerdo todas estas vivencias y las guardé en el baúl de mi memoria. La luna me arrulló con su luz y de su vientre nació la esencia que me embriagó con universo, volví a ser niño, y me di cuenta del secreto de mi felicidad: le di gracias a Dios por estar vivo.



Dedicado a mis padres y hermanos.

viernes, 12 de julio de 2013

Entre Quijotes y Sancho Panzas

Antes de sumergir mi pluma en el tintero hago un suspenso reflexivo, necesario en exceso, para determinar hacia quién va dirigido este desesperado intento de comunicación, de despedida. De nada me sirve hacer una lista puntualizando los nombres de los destinatarios. Aquí el único sujeto claramente definido es el remitente. El resto está inmerso en una nebulosa. Son rostros cubiertos por sombras con mucho contraste y poco brillo. Poca utilidad tiene amigarme sentimentalmente con unos y pelearme intelectualmente con otros; en líneas generales, saber quién es tu amigo es una tarea muy difícil y de largo plazo, del día a día, y en mi vida ha sido una lucha semejante a saciar la hambruna de aquellos que no tienen hambre.
 
En el proceso de vivir he conocido a muchas personas y con el paso de los años algunos se volvieron más cercanos que otros, unos más negros que blancos, más frontales que hipócritas, más indestructibles que mortales, más callados que locuaces; en fin, cada uno tan parecido a la diferencia que los distinguía del tumulto.
 
La vida como una escuela vieja y cansada por el paso del tiempo nos da sorpresas a cada instante y hace que entremos en confusión cuando intentamos saber cómo tomar a las personas, qué hacer, qué decirles, cómo lidiar con ellas. He intentado aprender de todas las experiencias vividas y al final de cuentas puedo decir que en mi vida tuve algunos amigos reales, algunos disfrazados, otros libres, al desnudo.
 
Aquellas tardes de fútbol, las mañanas de juegos, las travesuras conjuntas, la compañía constante, una cerveza, una galleta o un chocolate, la celebración de un cumpleaños, la celebración por celebrar, las fiestas, el hambre, los rincones, las cuentas, cada palabra de aliento, un fuerte abrazo o un apretón de manos, el llanto, la lluvia, la risa, todo eso me hace recordar a la amistad. También la negación enrostrada, los insultos recibidos, las pedradas afrontadas, la cobardía de no quedarse a mi lado por temor al resto de voces que murmuraban en grupo, olvidándose que desde siempre dejé la carne, la sangre y el espíritu por todos los que consideré mis amigos. Todo ello me hace recordar el tránsito por la amistad. Hay quijotes sin sanchos, hay ciegos sin lazarillos, hay hombres con sus soledades  y qué más da. Cada quién ha llenado el libro de su vida a su estilo, con sus vivencias, equivocándose y acertando; por ello, no hay una verdad absoluta respecto a la amistad, sólo existe y puedes tener la fortuna de disfrutarla o carecer de su goce.
 
 
Es inteligible agradecer por todos los momentos vividos, los buenos por la alegría y los malos por la experiencia. Hoy, que ya no me encuentro presente en sus vidas por prescripción médica, me pregunto qué hubiera sido de aquella amistad si no la hubiésemos dejado contaminar con sustancias fatuas, sin valor, si siempre hubiéramos recordado el motivo que nos hizo compatibles y no la razón que se inventó para interponer un abismo entre nosotros.
 
Me sobra tinta en tanto papel, me está abordando el silencio. Ahora, en lontananza y con la compañía de lo propio me libero de esta vieja y pesada cadena que por años me imposibilitó caminar con fluidez, me libero del recuerdo de lo que fue y del pensamiento de lo que pudo ser. No tengo ideas firmes acerca del futuro, lo único claro es que dejé el pasado millones de metros abajo, allí donde quema la tierra mañana, tarde y noche, allí donde te come vivo el diablo, donde caes y nadie te puede acompañar por más amigo que sea, en el infierno que no me parece ajeno sino una sucursal del espacio donde duermes cada vez que recuerdas que el único amigo carnal que puedes tener en la vida eres tú mismo salvo que te posea la sabiduría para pensar dos veces al mismo tiempo o comiences a caminar rumbo a “un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”.

jueves, 11 de julio de 2013

El suicidio


Eran las cuatro de la mañana, mi sueño se había roto con el sonido de mi propia respiración, las manos me sudaban y mi rostro se tornó  pálido, el puño no abría su cuerpo de araña para dejar de lado el rifle, asta de mi bandera, base de la explosión de mis ideales, razón de no creer en lo invidente. Había perdido la fuerza, la debilidad acaparó todo mi cuerpo, mi cabeza parecía hincharse por la excesiva presión sanguínea, mis párpados perdían su tenacidad mientras la visión se nublaba paulatinamente con el movimiento raudo del segundero, mis piernas se agarrotaron sepultándome entre las frías sábanas de mi viejo tálamo, encallando mis huesos en su mellado tronco. Me costaba mucho girar el cuello y fue por eso que llegué ha acostumbrarme al sófito rugoso que me ocultaba del universo etéreo.
Intenté ponerme de pié y a duras penas logré arrastrarme algunos centímetros, respiré hondamente y laxé mi cuerpo hasta encontrar la potencia necesaria para hacer mi último esfuerzo. Mis ojos empezaron a dilatarse y a recuperar el color que me permitió, por un momento, ser comparado con el resto de personas vivas.
Eran las diez de la mañana y el viento poseso castigaba con crudeza el estor que vestía el ventanal que me separaba del tendido, atizando con rebeldía el fuego de una chimenea natural que se expandía por los rincones más ocultos de mi paupérrima covacha. Caminé lentamente hasta alcanzar la mesa de la cocina. Sorbí algunas gotas de agua de un vaso casi vacío y recuperé el aliento quejumbroso, dejé reposando mis nervios y los cubrí con flores, me apoyé en mi criterio de justicia para poder sostenerme, luego di algunos pasos tímidos y me gobernó la vergüenza, sabía que tenía que hacerlo, no había remedio. Me acerqué a una repisa y junto a una copa opacada por el polvo encontré una botella repleta de vino hasta el cuello, la incliné y llené la copa hasta ahogarla por completo, bebí una y otra vez, mas la sed aumentaba junto a mi embriaguez. Me costaba mantenerme de pie pero las paredes soportaban todo mi peso, haciendo gala de su solidaridad, de su fraternidad hacia mí. Cada sonido entumecía mis oídos, los afligía con las notas más agudas, los estremecía con los tonos graves mientras me retorcía en la espera de los heraldos negros que anunciaban mi inevitable partida, los juglares de mi despedida inexpugnable. Faltaba poco para el atardecer, me aproximé al armario y abrí la gaveta más cercana al suelo, cogí una pistola y la rastrillé contundentemente, la miré fijamente y le di las gracias, la tomé con firmeza y la obligué a oprimir mi sien. En ese instante recordé toda mi vida, lo que fue con ápices de lo que pudo haber sido, dibujé en mi mente la fina cara de mi madre, pronuncié los nombres de mis familiares como si estuviera controlando la asistencia en un aula escolar, amé intensamente a la dueña de mi amor amante, saludé a los viejos amigos desaparecidos que nunca lo fueron, comencé a extrañar las beldades de la magnífica creación de Dios, a la que debía renunciar. Para cegar mi vida tenía que perder la memoria por un momento, tenía que pagar por el error de ser extremadamente empírico, por negar las soluciones espirituales que provenían de mi fe, de mi creencia.
No había más tiempo para pensar, por lo menos no era necesario. Las agujas del reloj, que me habían perseguido durante el día entero, se paralizaron repentinamente, las cosas perdieron el movimiento, el mundo se detuvo a la espera de mi temible acto, ya sentía el llamado del destino y no podía negarme ante semejante invitación. Aquella pistola tomó la forma de la llave que me abriría las puertas de una nueva dimensión y de su demencia, donde la materia es inexistente, donde todo se vuelve oscuro por nuestra propia falta de luz.
Me persigné para ser perdonado, recordé mi falta de memoria, usé mi depresión más que nunca, me sumergí en ella y la absorbí hasta sentirme morir. Tomé la pistola, le di un grito, la remojé entre mi llanto y le entregué mi vida, la obligué nuevamente ha presionar mi sien, cerré los ojos, y jalé del gatillo. Punto final.


miércoles, 10 de julio de 2013

Epístola N° 2: ¿Por qué te llevaste a mi ángel?

 
Durante aquellos años las cosas no habían sido fáciles para mí. Digo “aquellos” intentando referirme a los momentos conscientes, infectados de memoria, tantos los de luces tenues como los enceguecedores, los de paliativa felicidad como los de dolor inocultable. Entrar en la ruta fue un acto natural y mantenerme en ella un constante equilibrio circense, con frecuentes sensaciones de vértigo, espanto y temor al vacío. No tenía intenciones de vivir así para siempre por lo que opté por convertirme en sombra y fusionarme con el camino, pasando desapercibido para la mayoría que habitaba mi contexto. De esa manera, pasé de hacer equilibrio a vivir colgado de esta especie de soga por la que todos cruzaban, por aquella ruta a la que me referí algunas líneas arriba.
Así pasaron catorce años de mi vida, entre pecados y confesiones, entre sonidos y silencios, entre juegos y apatía, entre creaciones y modelos para armar, mirando sin querer ver, caminando sin querer avanzar, respirando sin ganas de vivir, durmiendo sin querer despertar jamás.

Pero caí de la ciénaga del mundo de los perdidos en un parpadeo que el sol le regaló a la luna y sin esperar con las manos abiertas recibí en abundancia, sin necesidad de mover mis labios sonreí, sin hacer ningún tipo de arte fui aclamado y, más aun, sin merecerlo, fui premiado al descubrir lo que era mirar la primera vez que te pude ver a ti. Allí estabas flotando entre el tumulto, marcando distancia entre mi pasado y mi futuro, diciéndome con tu sola presencia que había valido la pena vivir colgando tanto tiempo y que ya era momento de intentar fluir en el llano.
Provoqué nuestro encuentro de la manera más dolosa, no dejé el mínimo detalle al azar, tan sólo el que conocieras el cien por ciento de mí mismo. Luego de eso, me solté de la soga para dejarme caer en tus manos y tuve la fortuna de que no hicieras vano mi sacrificio. No tenía experiencia pero corrí el riesgo y me dediqué a sentir desde ese momento. ¿Cómo te llamas?-te pregunté mientras me perdía en tus hermosos ojos celestes. Luana- me respondiste, con aquel inolvidable acento argentino de dibujo animado. A partir de ese instante, mis espacios vacíos se colmaron por completo.

Contigo volví a tener cinco años y a vivir entre carruseles y algodones de azúcar, descubrí que el tiempo no se mide con un reloj sino con los latidos del corazón, junto a ti mi espíritu se expandió al punto de reinventarse cada vez que me invitabas a conocer el mundo mágico de los libros que leías, cuando te escuchaba cantar las canciones con las que tu mamá te hacía dormir cada vez que despertabas de una pesadilla. Juntos creamos un espacio impenetrable para el resto, donde podíamos alejarnos de lo que nos parecía ajeno a nuestro sentido de vivir, en el proceso de formar nuestra personalidad, nuestra forma de ser y sentir. Juntos jugamos, bailamos, cantamos, conocimos, aprendimos, reímos, lloramos, corrimos de la mano, nos caímos, nos levantamos y seguimos corriendo porque nunca hubo un final en el camino, un abismo en el horizonte o un bostezo de tierra que pudiera separar nuestras palmas. Juntos crecimos día a día y soñamos noche a noche, nos prometimos y cumplimos hasta llegar a querernos como nunca pensé que se podía querer. Luego de eso, sólo me quedó amarte y te invité a mi burbuja, entraste en ella y te tatuaste en mi corazón, me hiciste feliz y con ello dejé a un costado los fantasmas que se colgaron de mí como harapos durante tanto tiempo.
Nunca te alejaste a pesar que mi genio sufrió algunos cambios durante la andanza. Me aceptaste en mi estado natural y no me recomendaste psicólogos, modistas o sacerdotes para intentar cambiar alguna parte de mí. Yo te quería como eras, dos veces y al mismo tiempo y quizá por eso te convertí en el tesoro más preciado que he tenido en mi vida. No te expuse a la contaminación de mi contexto, aquel que ni yo mismo podía manejar. A cambio de eso, me invitaste a formar parte de los tuyos y nunca arriesgué los lazos que empezaron a formarse.

Me acompañaste en cada proyecto loco que tenía, sin darle mayor importancia a la opinión del resto. Caminamos juntos con nuestras guitarras colgadas del hombro a cuanto espacio silente había para llenarlo de música. No reparaste en mis uñas largas pues sabías que las necesitaba para tocar mi charango, no te importaba que cantara joropos, candombes o chacareras en vez de rock o baladas de moda, lo que querías era verme feliz y eso no se encuentra mucho en los tiempos que corren. Recuerdo la bravura con la que defendías tu camiseta, tus colores y la forma de alentarme cuando jugaba fulbito en las canchas del Regatas, recuerdo tus detalles, cada uno de tus ademanes y de tus muecas, tus suspiros y la forma como me mirabas, aquella manera con la que me hacías sentir el ser más importante del universo, la persona más querida, el tipo menos orate de este manicomio llamado Planeta Tierra.
Y no fue en vano el haberte conocido, así como tampoco fue en vano que hayas marcado mi existencia con tantas muestras de amor, haciéndolo tan sublime e imborrable, como el exquisito aroma de las flores de una mañana de primavera, como el primer beso que no se planea y sólo se siente, como la primera vez que dices te quiero sin pronunciar palabra alguna.

He repasado cautelosamente cada uno de los momentos que compartimos y siento que debí robarle algunos calendarios al tiempo para aprovecharlos junto a ti. Aún no puedo comprender cómo fue posible que todo mi mundo, el que construimos juntos, paso a paso, beso a beso, se haya ido en cuestión de segundos, en un tramo de carretera, bajo el sol del mediodía de un sábado que nunca debió nacer y mucho menos para verte morir.
Es de noche. El cielo oscuro me lanza la manta fúnebre sobre la cual me propino el castigo por no haber evitado perderte, por no haber sido más persuasivo, como en otras ocasiones, convenciéndote de que me esperaras unas horas más para que partiéramos juntos a la playa. ¿Dónde quedó mi verbo profuso, la catarata de palabras convincentes que adornaban mis argumentos? ¿Acaso mi voz fue seducida por el sortilegio soterrado de la pérfida muerte? Toda la retórica me abunda cuando me doy cuenta que mis intentos por vencer al tiempo han sido infructuosos. No vas a volver y no podré alcanzarte por más que corra con la misma suerte.

La noche me ha envuelto nuevamente y pensar en tu partida alimenta la presión de la mordaza que aprisiona mi corazón de niño, vuelve más reciente el recuerdo de tu adiós como si lo estuviera viviendo de manera reiterada, lacerante, cruenta y en cámara lenta, donde cada imagen que viene a mi mente me desgarra el espíritu y no permite que me perdone. ¿Cuántas noches más cómo esta serán necesarias para sosegar mi pena? ¿Cuántas lágrimas más debo robarle a otros recuerdos para sentir que he llorado lo suficiente? ¿Cuánta fe debo tener para conservar la esperanza de volverte a ver y nunca más perderte? ¿Cuánta sabiduría se necesita para asimilar todo el tormento y el sufrimiento que me gobierna? ¿Acaso hay alguien en el mundo que me pueda indicar dónde puedo encontrar una razón de vivir que colme mis espacios vacíos? ¿Por qué si hay tanta gente que no debió nacer y otra que debió morir por evidenciar el mal con su propia existencia, yo tuve que perder a la niña que volvió mejor al mundo el día que abrió los ojos por primera vez? ¿Por qué soy tan reacio a la idea de resignarme y de continuar viviendo entre dogmas y tautologías?  ¿Por qué los minutos de agonía se vuelven horas, días y años interminables? Vestido de espanto y horror, aún sigo sin saber por qué el Cristo que amo sin excusas ni condiciones se llevó a mi ángel un sábado al mediodía devolviéndome a la soga de la que nunca debí caer.
 
Dedicado a Luana Lafagne.

http://www.youtube.com/watch?v=Ek5_ai1zuKI
 

martes, 9 de julio de 2013

Nocturno

Siento la caída de las primeras gotas de lluvia fresca, el silencio ha fallecido con la llegada del viento frío que apresura el viaje de las hojas secas, las aves se ocultan embraveciendo el vuelo, la luna está naciendo junto a la inquietud de las sombras, ha despertado la noche.
Acabo de conocer a la belleza, la miro incansablemente y nunca es suficiente, la escucho y bailo al ritmo de la armonía embelesante que nace de su voz, la aferro a cada uno de mis sentidos, me fundo con ella y soy feliz. Mis ojos se encaprichan con su sonrisa, mi cuerpo se abriga con su urgente presencia mientras mis labios empiezan a versar su nombre lentamente y me siento completo. Su fino rostro se ha clavado en mi mirada, mis palabras se hunden en vacíos profundos cuando dejan de referirse a ella. No hay opción. Me ha gobernado el silencio para dejar latir mi corazón libremente, sin las alteraciones propias a las que te conduce el verbo.
La noche extiende su velo y restrinjo las horas de acuerdo a mis deseos, miro a través de la ventana y siento que algo me conmina a salir. Pie por pie me poso en el balcón, le doy a mis oídos el libre albedrío que necesitan y escucho el melodioso canto del amor que se asoma presuroso como el paso de un cometa por el firmamento, sacudiendo mis espacios inertes, avisándome que la felicidad tiene nombre y se encuentra muy cerca de mí. Le pongo fin a la rabieta del pasado y me enamoro de su compañía, me arrullo con la serenata que viste su risa, recurro a ella una y otra vez, me asombro y lentamente lo asimilo, y es que jamás sentí la necesidad de alguien en tan poco tiempo.
La madrugada nos va poseyendo mientras las cenizas de la noche se van esparciendo hasta disiparse como pompas de espuma. Ella yace dormida a unos metros de mis huellas, yo la observo e intento eternizar aquel momento, ingresar a la galería de sus recuerdos para que no se olvide de mí mientras los primeros rayos de luz aparecen en escena como preludio del ascenso de la mañana. Es momento de partir, de caer al llano y volver a sentirme mortal. Emprendemos caminos contrarios y la extraño al verla alejarse a través de la cejilla de mis ojos, extraño su mirada, su sonrisa, sus lindos gestos, aquellas muecas que me hipnotizaron, que me envolvieron en una burbuja mágica donde todo tenía sentido.
Han pasado algunos días y aún siento el aroma de su perfume convertido en mi oxígeno, no he dejado de extrañarla y la siento inmersa en mis sentimientos, los mismos que me hablan de ella y no me engañan, los que me prometen y cumplen, los que son como son por así decirlo, sin la presión del tiempo ni de la razón, los que celebro por ser una realidad que me da una vida certera. La siento entre estas líneas como se lo prometí, pinto su imagen en mi mente y sin pincel y afianzo sus contornos, desnudo mi amor y evito los rodeos que crean largos abismos.
Es nuevamente de noche, así la conocí. Revive lo nocturno. El cielo cobija el refugio de mi alma, estoy hablándole al mundo pero haré un silencio. Es momento de pensar, de recordarla entre la paz de mis sueños, de iniciar la historia que ate nuestras vidas esperando su consentimiento. Voy a hacer un silencio, voy a alegrar mi vida, voy a soñar con ella, voy a soñar contigo.


martes, 2 de julio de 2013

Rebuscando entre sacos de papas


Augusto José Ramón Pinochet Ugarte fue un militar chileno que dirigió la dictadura que infestó el país Mapocho entre los años 1973 y 1990. Nació en Valparaíso el 25 de noviembre de 1915 y murió en Santiago el 10 de diciembre del 2006. El 11 de septiembre de 1973 encabezó un golpe de estado que derrocó al presidente Salvador Allende. Su dictadura fue repudiada no sólo en su país sino en el resto del mundo debido a las constantes violaciones de derechos humanos cometidos durante su totalitarismo.



Este abominable personaje se caracterizó, entre otros aspectos, por ordenar la eliminación de los cadáveres de sus opositores. Se creó una brigada dedicada a la eliminación física de opositores llamada “Brigada Lautaro”. El proceso que seguían fue el mismo que empleaba la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional). Envolvían los cuerpos con sacos paperos, amarraban con alambre un trozo de riel al cuerpo, volvían a ponerlos en sacos, los que ataban con más alambre y los transportaban en camionetas hasta el lugar donde esperaba un helicóptero para, a su vez, trasladarlos hacia la costa de la V Región y soltarlos mar adentro.



Pinochet, en muchos de los casos, decidió el destino final de las víctimas, especialmente la de los líderes comunistas. El número de víctimas durante su dictadura superó las 40,000 personas, aunque según la Comisión Valech, dicho número habría aumentado en 10,000 personas más. Pese a los nuevos resultados entregados por dicha Comisión, la Agrupación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos ha criticado los mismos afirmando que el número de víctimas podría superar las 100,000 personas.

Algunas de las víctimas ejecutadas son las siguientes:
  • Salvador ALLENDE GOSSENS. Murió el 11 de septiembre de 1973 durante el ataque aéreo y de tierra, al Palacio de la Moneda que dio como consecuencia el golpe de estado e inicio de la dictadura de Pinochet.
  • Víctor Lidio JARA MARTINEZ.  Fue detenido el 12 de setiembre y conducido al Estadio Chile, fue interrogado por personal del Ejército. El 15 de septiembre fue el último día que se le vio con vida. Al día siguiente, en la madrugada, su cuerpo fue encontrado en las inmediaciones del Cementerio Metropolitano por unos pobladores, junto a otros cinco cadáveres, entre los que se hallaba el de Littré Quiroga Carvajal. Conforme expresa el informe de autopsia, Víctor Jara murió a consecuencia de heridas múltiples de bala, las que suman 44 orificios de entrada de proyectil con 32 de salida.
  • Roberto Enrique, ANFRENS FUENTES. Muerto el 17 de septiembre de 1973 en Santiago a causa de traumatismo cráneo - encefálico y torácico por heridas de bala.

  • Marta Lidia UGARTE ROMAN. Detenida el 9 de agosto de 1976 por agentes de la DINA. Murió a consecuencias de las torturas a las que fue sometida. Su cadáver fue arrojado por sus captores al mar, pero no obstante las precauciones que éstos tomaron para evitarlo, fue encontrado semidesnudo y dentro de un saco amarrado a su cuello con un alambre, el 9 de septiembre de ese año en la playa La Ballena, ubicada en Los Molles. Según el informe de la autopsia, la afectada sufrió en vida una luxo fractura de columna, traumatismo tóraco-abdominal con fracturas costales múltiples, ruptura y estallido del hígado y del bazo, luxación de ambos hombros y cadera, y una fractura doble en el antebrazo derecho, habiendo fallecido el 9 de septiembre de 1976.

  
  • Lorena del Pilar ESCOBAR. Murió cuando tenía solamente tres años de edad en Santiago el 8 de octubre de 1978. La causa de la muerte fue una herida de bala abdominal, con salida de proyectil.
  • Manuel BRICEÑO BRICEÑO. Ejecutado el 18 de septiembre. Murió debido a “múltiples heridas de bala torácico – abdominales complicadas”.
  • Rodrigo Andrés ROJAS DE NEGRI. Murió el 6 de julio de 1986 en Santiago a causa de las quemaduras infringidas por una patrulla militar durante una protesta contra la dictadura de Pinochet. Fue Abandonado aún con vida en la acequia de una zona rural, muriendo a los cuatro días en un hospital de la ciudad.


El 3 de diciembre 2006, Pinochet fue internado en el Hospital Militar de Santiago, después de sufrir un infarto de miocardio y presentar un edema pulmonar. Si bien, con el paso de los días presentó una leve mejora, el 10 de diciembre falleció a las 14:15 hora de Chile, el mismo día en que su esposa cumplió 84 años de edad.
Pinochet murió sin poder ser juzgado por muchos de sus crímenes y queda claro que le faltarían varias vidas para poder cumplir con las condenas que se impondrían por todos sus delitos. Antes de fallecer estaba siendo procesado por la presunta autoría de delitos de secuestro, desapariciones, homicidios y torturas en al menos tres casos por violaciones a los derechos humanos, además de un caso de fraude al fisco y uso de pasaportes falsos en relación con el descubrimiento, en 2004 de numerosas cuentas secretas a su nombre en el Riggs Bank de EEUU y otros bancos del exterior, en las que acumuló una fortuna calculada hasta el momento en 26 millones de dólares. Empero, al fallecer, según las leyes chilenas, sus causas fueron sobreseídas.
Queda aún una reflexión por hacer en mi calidad de ser humano, sin pasaporte, sin bandera, sin himno. ¿Somos capaces de olvidar con la llegada de la muerte? ¿Un país está destinado a repetir historias como esta cuando el relajo de la memoria, las cortinas de humo, o los disparos de opiáceos inundan nuestras mentes a través de medios de comunicación que incitan a enterrar el pasado y consumir el producto “futuro”?

Me queda claro que nadie ha muerto en vano y si es necesario morir dos veces en buena hora me ofrezco a tomar parte del experimento. He liberado mi cuerpo de rencores, de revanchas, de extremo asombro pero aún conservo dosis diluidas de dolor y espanto y una innumerable cantidad de imágenes de hermanos y hermanas artistas, pensadores, trabajadores, padres y madres de familia, niños y bebes que cayeron sobre el asfalto, la tierra y el cemento sin saber que aquella mañana que despertaron iba a ser la última en la que respirarían su último halo de libertad. Ahora todo está en nuestras manos. Depende de nosotros que sujetos como este sean recordados en cada libro de historia que se pide en las escuelas como parte de la decadencia del ser humano, depende de nosotros que las futuras generaciones sepan reconocer el rostro de este ser despreciable como un dictador que bañó un país de sangre y desconsuelo, depende de nosotros que nadie más intente siquiera decidir por nosotros el día de nuestra muerte.