viernes, 27 de diciembre de 2013

POSDATA

“Luego de tu partida pasé varios años con un agujero enorme donde alguna vez tuve corazón, lo cubrí con trozos arrugados de papel de regalo de mis días infelices y suturé la herida con algunos cabellos tuyos que quedaron prendidos en aquella sudadera que me devolviste la última tarde que nos vimos. Sabía que todo iba a ser muy difícil pero debo aceptar que con los años me he convertido en un tipo muy vulnerable, franqueable desde muchos puntos de vista. De nada me ha servido tanta educación y cordialidad, el espíritu bonachón y el atrevimiento de aferrarme a una fe que es excesivamente dogmática. Luego de dejarte ir no te pedí nada que abandonara la razón. Quizá la insania haya gobernado mi mente como un eclipse parcial pero me es urgente pedirte algo antes que se caigan los papeles arrugados del pecho y se desaten los cabellos que lo suturan, antes que me gobierne la locura completamente y mis recuerdos sean archivados en un historial clínico. Déjame algún rastro, algunas migajas, un camino transitado, unas huellas frescas, tu perfume regado entre cada pausa, una marca inteligible que me permita volver a casa”.


Dedicado a Luana Lafagne.

Perorata


¿Qué niño hecho dibujo nació en Sudamérica con mucho color y pasiones abundantes, con mirada de anciano y pensamiento señorial, con paso melódico, cargando banderolas, regando jardines y cosechando amistades?


¿Qué niño recibió nuevos trazos en la ciudad de Lima, alcanzó la adolescencia y se asimiló atribulado, guardó el arcoíris en la cartuchera y se vistió de gris, se enamoró del amor y cayó en un abismo profundo?



¿Qué niño soportó los borradores, el corazón remendado, el espíritu hecho calcomanía, la caída de su cielo celeste, caminar al borde del abismo por décadas y no correr la suerte de perder el equilibrio, ver su mundo hundido y con él a muchas de las personas que más quería?

¿Qué niño se escapó del papel y decidió dejar de ser figura y fondo, transmutarse en lluvia de verano, escapar de la ciudad de cemento, ponerle fin a su caricatura, a su tribulación, a su vida grisácea, a su febril enamoramiento pues el niño nació una vez pero murió muchas otras, fue velado en cada oportunidad pero nunca recibió un digno entierro?

¿Qué niño aceptó las consecuencias de empezar a latir sin el propio consentimiento y ha sido constreñido a permanecer en esta esfera purulenta para seguir cumpliendo el rol de hijo, hermano pero jamás el de un hombre común amado y respetado por su condición de sobreviviente y creyente en la importancia de trascender lejos de la banal fama?

Una flama rebelde se ha escapado de la chimenea del taller del dibujante y mi navidad se va convirtiendo en año nuevo mientras el fuego va consumiendo mi dibujo, mis trazos, mi falta de color. Con el humo me libero de este juego sin contrincantes y pronuncio por última vez esta inveterada perorata:  

¿Qué niño hecho dibujo desapareció entre la humareda, aquella que volvió cenicienta la noche, que regaló un poco de sombra a los colores y se llevó a otro cielo a ese niño atribulado para que pasadas las tres décadas pudiera volver a nacer?


Escrito dedicado con amor propio.

sábado, 7 de diciembre de 2013

UNICIDAD

¿Cuántas veces me han intentado cambiar, modificar la personalidad, hacerme distinto o disfrazar el carácter, moldearme como un montón de barro, darme forma como a un ficus, transformar mi aspecto como cuando se esculpe una piedra? Muchas, quizá más que las veces en las que me han aceptado en mi forma natural.

Estos intentos de cambio han tomado dinamismo en el tiempo como  movimientos pendulares, empezando desde lo físico, lo corpóreo, lo aparente hasta lo interno, lo inmaterial, lo intangible y en el camino las combinaciones grises, abyectas para el reino del color.

Desde hace algún tiempo vengo caminando al borde del abismo, en el umbral que separa el sol de las sombras y en ningún momento me he detenido para tomar precauciones sobre el equilibrio y la estabilidad necesaria para no caer o cruzar la línea. Allí no se encuentra la magia, la fantasía que viene intrínseca en la misma idea de vivir. Cerrar los ojos y caminar sin medir las consecuencias puede, en ciertas ocasiones, ser tildado como un acto de temeridad, pero en otras, una muestra de valentía cojonuda.

Un día de esos que pasan desapercibidos en el calendario, vi con acomedida sorpresa que el camino estaba quebrado, que se había producido un derrumbe, un punto aparte en la oración, sin embargo, ello no aquietó mi marcha. A la distancia, vislumbré el ponderoso movimiento del péndulo que, hasta ese entonces, era netamente figurativo y corrí acelerando la velocidad pertinente para tomar impulso y colgarme de la bola de acero que estaba suspendida del hilo. Así, inicié los viajes de ida y vuelta en el tiempo mientras parpadeaba.



En un primer parpadeo, me vi cuando tenía trece años de edad, con el cabello largo, enmarañado gracias a su naturaleza ondulada y caprichosa, con las uñas largas de la mano derecha, necesarias para tocar el charango y los rasgueos del neofolklore que estaba descubriendo, con espíritu rebelde, nada indiferente a los procesos sociales que se estaban viviendo en los países de América Latina, con la protesta como virtud y la palabra como don, estrafalario pero formal, amante de lo justo y de las causas perdidas, romántico empedernido, excesivamente nostálgico de los tiempos mejores y, sobre todo, fervoroso creyente de Cristo.

El péndulo siguió su movimiento y en un segundo parpadeo me vi a la edad de dieciséis años, con el cabello corto, con las uñas severamente recortadas, con la voz impresa en palabras, escribiendo mis pensamientos desde cualquier punto de la ciudad que me prestara alguna forma de superficie, renegando por la desigualdad y las muertes injustificadas, por la injusticia y el enriquecimiento de algunos a vista de todos, amando como “Cyrano de Bergerac”, durmiendo bajo la sombra de mi obnubilado recuerdo, protegido por mi creencia en Cristo.

Parpadeé por tercera vez y logré verme a la edad de diecinueve años, nuevamente con el cabello crecido, con la barba incipiente y la uñas crecidas, resucitando de entre los muertos, convocando a la cofradía para continuar con nuestros retos, con vestimenta informal, siempre educado y respetuoso, más agudo en mi prosa, más severo en mis coplas y melodías, más travieso para amar y más propenso a golpearme por la desilusión y la perfidia, aferrándome a mi Fe y poniendo la cara contra el viento para reclamar de modo ufano que nunca hubo miedo, sólo retraso en reconocerme y hacerme valer.

Parpadeé por cuarta vez y me vi en el presente, tal como soy ahora, con el cabello corto, perfectamente afeitado, algunos días vestido con camisa y corbata, otros de manera muy casual, escribiendo en compañía de innumerables tazas de café, con la pluma convertida en fusil, poniéndole música a mis versos de protesta, cantándolos sin temor a la metralla ni a la censura, sin poseer carnet de ningún partido político, sin hacer política pues ésta me produce arcadas, usando mi profesión para convertirme en un agente social más activo, colgando mi voz de reclamo en cuanta oreja sea oportuna para que tenga verdadero significado, amando con el corazón molido a golpes, sin usar seudónimos ni máscaras cómplices que aumenten la cobardía, la timidez y el “quizá mañana”, agradeciéndole a Cristo por suspenderme pero no expulsarme del juego más importante de mi vida.

¿Cuántas veces me han intentado cambiar, modificar la personalidad, hacerme distinto o disfrazar mi carácter, moldearme como un montón de barro, darme forma como a un ficus, transformar mi aspecto como cuando se esculpe una piedra? Insisto, muchas, quizá más que las veces en las que me han aceptado en mi forma natural. Y aunque me corte el cabello o lo deje crecer, aunque me recorte las uñas de la mano derecha o las dejé crecer nuevamente, aunque me vista estrafalario o use camisa y corbata, aunque me afeite completamente o me deje una barba incipiente, aunque calle y luego vuelva a cantar, aunque enfunde mi charango y luego le devuelva la vida con el primer trémolo, aunque la tinta de mi pluma se seque por años y luego no pare de escribir, a pesar que muchos cambios externos se produzcan nunca cambiará mi mundo interior, mi sentido de justicia, de igualdad, mi incapacidad de someterme a lo delictivo, mi forma de amar, mi revolución, mi fe.

En cada momento de mi vida, siempre respeté la unicidad, aquello que te hace único, irrepetible e insustituible, que te hace ser tú mismo y que nadie puede cambiar por más intentos que hagan, por más bombas que le lancen al espíritu, por más exorcismos, terapias o electroshocks a los que te quieran someter y es que, para mí, hay una sola verdad que es un imperativo categórico en la vida, como canta la Bersuit Vergarabat: “No se puede cambiar el alma”.



Dedicado a los ángeles y demonios de mi vida.



viernes, 6 de diciembre de 2013

MAYIBUYE MANDELA




Se ha dormido el sol, ha parido la noche en el universo etéreo
Los grillos estridulan en estéreo, danzan la luna y las estrellas
Y en cada una de ellas se estremece y resplandece lo sidéreo
Nada conserva color serio cuando sonríe Nelson Mandela.

Se creyeron vencedoras las pérfidas sombras del Apartheid
Cuando pisaste la cárcel condenado a cadena perpetua
Mas ya habías cruzado la meta, unificando la raza y la sangre
quizás encerraron la carne pero al alma no hay quién la someta.

Te juzgaron como a un terrorista por tener claras convicciones
Donde nacieron tus razones para no ser corto de vista
Los primeros de tu lista no tenían grandes pretensiones
Resumiendo los guiones, abolir leyes racistas.

La raza está jugando al dominó y sin duda vas ganando
Hoy que ya estás descansando, te llora quien te conoció
Y con tu muerte también nació una historia para ir contando
Gracias por todo Madiba, esta noche tienes una cita con Dios.


Dedicado a la memoria de Nelson "Madiba" Mandela.

http://www.youtube.com/watch?v=VeeO47NiueM

domingo, 1 de diciembre de 2013

Bombón

Buenos días querida amiga:

Duermo todos los días pero hace muchos que no sueño. En este momento, el imperio de la madrugada me ha permitido sentir y decir al mismo tiempo y, por qué no, escribir esa mezcla exquisita que abunda en mi ser desde los tímidos cuatro años de existencia, cuando todavía no sabía siquiera tomar correctamente la lapicera. Pues bien, me desborda la buena intención de compartir contigo algunas interrogantes, lugares comunes, tribulaciones propias de un tonto gris enamorado, nunca tan gris, enamorado y tonto.
¿Cuánta gente tiene la fortuna de saber mirar y distinguir a alguien especial entre el tumulto? ¿Cuántos pueden, al momento de leer estas cortas líneas, levantar la mano y decir “yo fui capaz de encontrar lo bello de un día frío, nublado y abstruso”? ¿”De hallar una flor reluciente en el medio de un extenso e inhóspito páramo”? ¿Cuántos pueden entrar a una enorme biblioteca y desde el pórtico saber cuál es el libro que desean leer? Expresándome de manera metafórica, la vida no es más que una caja de bombones surtidos donde no puedes ir probando cuál es tu bombón favorito hasta quedarte con uno definitivamente. Por lo menos no lo es para mí. El arte de esta vida repleta de chocolate es saber apreciar cuál es el bombón (persona) que marca la diferencia en la caja (mundo) simplemente con observarla una única vez. Con eso basta. En el tránsito por el mundo de los vivos, lo mágico es poder elegir a alguien como amigo, como pareja, como complemento, como cómplice entre una marea de personas porque reconoces en él o ella a alguien muy especial y distinto al resto, alguien que te hace mejor persona con su simple compañía.
Voy a tomarme la licencia para ser positivo en los próximos renglones. Imaginemos que estuviste preparado para distinguir alguien especial entre el tumulto, que pudiste encontrar lo bello de un día frío, que encontraste una flor reluciente en el medio de un páramo y, al final de todo, fuiste capaz de escoger el bombón que deseas de toda la caja entonces, ello significa que recibiste la magia que te permite elegir a un amigo, pareja, complemento y/o cómplice, ese alguien especial que se diferencia del resto.
Sin embargo, has de saber que las personas tenemos defectos y virtudes, dones y carencia de ellos, que en muchas ocasiones a la humanidad le resulta más fácil destruir que construir y que la ceguera va más allá de la pérdida del sentido literal de la vista. Sucede que a veces podemos tener frente a nosotros un milagro y no percatarnos de él, aunque nos pellizque las mejillas o nos bese la frente o la nariz porque esa es la naturaleza del hombre y la mujer, mirar cómo pasa el agua de un río y luego querer bañarse en ella. Y no sólo eso ocurre. En ciertas ocasiones, las personas que fueron capaces de identificar a sus personas especiales padecen de estados de amnesia temporal o divagación sentimental extrema, dejando los sentimientos al albur propio del lanzamiento de los dados, permitiendo que frases como “nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde” entren en la cotidianeidad de sus parlamentos.
En mi vida, no tengo tiempo para esas cosas. Me he equivocado lo suficiente como para necesitar más caídas que sólo me harían recordar cosas que ya aprendí. He conminado a la sapiencia, a la verdadera. No a la que se entiende como sabiduría en conocimientos sino a aquella que te hace recordar que no hay que cometer los mismos errores varias veces y que también es bueno aprender de los errores de los demás, de sus experiencias, no haciendo necesaria la vivencia propia a cada momento.

Yo he podido distinguir a alguien especial entre el tumulto, un bombón dentro de esta inmensa caja llamada Planeta Tierra, he sido capaz de valorarla sin requerir grandes extensiones de tiempo ni vivencias extremas, sin pedir cosas a cambio ni esperar compensaciones divinas. Gracias a esa persona pude ver lo positivo de un día nublado, abstruso y decaído porque siempre tenía una sonrisa que compartir. Era un cascabel que nunca dejaba de sonar, una personita que mostraba un universo inconmensurable en sus ojos y un brillo especial bordeando sus pupilas. Alguien que se convirtió en mi amiga y que el día de hoy celebra un acontecimiento por demás especial, que merece ser celebrado de una y mil maneras, que debe ser sonreído y reído hasta el cansancio, que debe colmar con felicidad la cajita de cristal que tiene por corazón. Ese, sin duda es mi deseo. Todos los días nacen personas en todo el mundo pero personas tan especiales como tú nacen muy excepcionalmente. Dichosos aquellos que pueden compartir un pequeño espacio de tu vida.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Corazón de estrella


Yo era un tipo común, que vivía como el resto de los mortales en el planeta, que caminaba sobre el suelo afirmado por el paso de los años y debajo del cielo aclamado por los humildes. Tenía tantos defectos como virtudes, dones, facultades y aptitudes para sobrevivir cumpliendo las reglas del orbe. No había nada extraordinario en mi existencia entre la alborada y el anochecer frenético que se presentaba con el canto de las chicharras y el dominio de la luna sobre el empíreo circundado por ángeles celestes.
Yo era un tipo común, como el resto de los mortales en el planeta hasta que te conocí y nació en mí el amor, y con él lo más fructífero y abundante en riqueza espiritual, lo límpido e inconmensurable, lo perfecto, lo divino y, en ocasiones, lo más endeble y quebradizo.
Te amaba tanto y tantas veces en un mismo instante que luego de sentirlo mi corazón se encabritaba como un caballo salvaje galopando por extensas llanuras, descubriendo el ancho mundo.
Te amaba tanto y tantas veces en un mismo instante que luego de expresarlo emergía de la profundidad de mi alma un suspiro capaz de renovar el aire impuro del planeta, como lo hacen los lirios, el ficus y las palmeras.
Te amaba tanto y tantas veces en un mismo instante que luego de vivirlo sentía una necesidad descomunal de compartir la alegría que tal sentimiento producía en mí, como cuando eras niño y tus padres te compraban todos los globos que vendían en la plaza.
Te amaba tanto y tantas veces en un mismo instante que luego de demostrártelo brotaba de mí una luz que me devolvía en estado natural a los niveles ponderables de la razón humana, como una especie de luminiscencia en todo su esplendor.
No obstante todo ello, tanto amor dentro de mí corría el riesgo de marchitarse, de corroerse si no tuviese la fortuna de llegar a ti, pues dicho sentimiento tan embelesante, tan cautivador e hipnótico te pertenecía más a ti que a mí por ser la razón de su nacimiento, de su crecimiento exponencial, de su transformación en maravilla e hice de su simple existencia un motivo más que suficiente para ofrendártelo.
Estábamos en la playa. Las gaviotas descendían lentamente sobre las rocosas donde las olas reventaban con bravura bañando los corales y la escasa vegetación marina. El ocaso mostraba su grandeza en tanto la brisa aplacaba el bochorno propio del lugar y estación que se vivía.
Con humildad me acerqué a ti como lo hacen los que admiran mientras observan y te prodigué mis sentimientos, me miraste y sonreíste y ello me trasladó una especie de electricidad por todo el cuerpo y me cayó una ráfaga de felicidad que inundó mi espíritu, sin embargo, cuando me acerqué un poco más a ti e intenté abrazarte, rehuiste a mi abrazo y el dolor fue demasiado intenso, insoportable, cruento, desgarrador. Mi cuerpo retrocedió y, mientras ello ocurría, mis brazos se hicieron cenizas hasta convertirse en muñones. ¿Acaso era un castigo por permitirme sentir algo que me había sido prohibido sin previo aviso?
Pese a ello, el amor que sentía por ti era tan excelso que no podía permitirme renunciar a transmitírtelo por lo que recuperé los pasos retrocedidos e intenté darte un beso en la mejilla. Irremediablemente para mí, esquivaste mi boca y sentí un dolor aún más agudo que el anterior. Mientras intentaba explicarte algo que sólo es posible sentir, mis labios también se hicieron cenizas quedándome un hoyo profundo lleno de silencio. ¿Era, éste, un aviso más de lo confuso para evitar que se volviera pleno el raudal que había nacido en mí?
Ya sin la capacidad de abrazar ni el don de decir me dirigí corriendo hacia ti mirándote fijamente, tratando de expresarte mis sentimientos a través de la expresión de mis pupilas cuando efectuaste un lance taurino y me eludiste para evitar el contacto, me caí como caen los frutos maduros de los árboles mientras mis piernas se convertían en cenizas, quedando a salvo únicamente mi corazón.
Confundido entre la arena de la playa, pude sentir la caída de la noche aunque ya no el canto de las chicharras. Aún dispuesto a no dejar morir este sentimiento sin antes compartirlo, ya sin brazos, piernas ni boca, mi corazón comenzó a llorar para hacerse sentir.



De pronto, desde las alturas, el arcángel Barachiel descendió veloz y tenazmente dejando en la superficie una serie de hoyos concéntricos a su alrededor para luego elevarse desde el más profundo hasta alcanzarme con la vista.
Barachiel no pronunció palabra, sólo me miró mostrándome una sonrisa aquietante y amansadora. Todo el entorno se convirtió en luz y fue en ese instante cuando mis ojos dejaron de tener importancia. El arcángel se acercó y me apoyó sobre uno de sus brazos, tomó mi corazón, lo atesoró entre sus manos y lo volvió polvo de estrellas, dispersándolo con un soplido por el lienzo oscuro que enmarcaba aquella noche de verano, salvándolo de toda herejía o sacrificio mundano.

 
Yo era un tipo común, que vivía como el resto de los mortales en el planeta y que dejó de serlo al conocerte, que te amó tanto y tantas veces en un mismo instante, y que luego de perder tantos rasgos propios de un mortal se dio cuenta que el amor inmortal no requiere de brazos, piernas, bocas ni ojos para sentirlo, expresarlo, vivirlo y demostrarlo porque la parte más importante, vayamos a donde vayamos, siempre será el corazón.
 
 
 

jueves, 21 de noviembre de 2013

Blanco y Negro


Ramiro y yo éramos dos entrañables amigos. Crecimos juntos en el mismo pueblo que vio nacer a nuestras familias, asistimos a la misma escuela y de vez en cuando nos reuníamos para estudiar, aunque la mayor parte del tiempo que compartíamos era haciendo travesuras, a pesar de ser fanáticos de equipos deportivos diferentes siempre entrábamos y salíamos de la cancha juntos. 

El siempre luchó por subir algunos kilos mientras que mi mayor anhelo era aumentar un poco la estatura. Él era estudioso y un poco vago para la práctica de los deportes, su vicio era los dulces y leer las revistas de caricaturas que llegaban cada fin de mes desde la capital. Yo renegaba un poco para estudiar pero me encantaba jugar al fútbol, sin importar donde fuera y si era con pelota, latas o piedras, mi vicio era dormir y acostarme en una hamaca para mirar las estrellas; él era solitario y yo muy amiguero. Él era blanco y yo era negro.

 

Corrían los tiempos del hombre. La mayoría de habitantes del pueblo, incluyendo nuestras familias, no aprobaban completamente nuestra amistad pero, para Ramiro y para mí, ella no requería del consentimiento del gentío, y no mostrábamos miramientos por ventilarla a plenitud pues no vestía colores, salvo cuando corríamos en la búsqueda del inicio del arco iris.

Nuestra infancia tuvo un paso veloz, por lo menos eso se percibe cuando vives en felicidad y sin presiones y aunque nos divertimos sin restricciones, aún creo que aquella época nos abandonó demasiado pronto. Con la ayuda de Dios, que para ambos era el mismo, nuestra adolescencia fue acompañada de una amistad consolidada que, además de basarse en las diversiones lúdicas, fungía de catalizadora de sentimientos, de emociones, como la promesa de ayuda que siempre nos procuramos a pesar del  deterioro mental que atacó a la población. La peste arremetió en la era del hombre y mostró su verdadero rostro.

Ramiro y yo ya no estábamos a salvo. Sobre las calles del pueblo cayó una lluvia de comentarios hostiles contra ambos. Contra él por el prejuicio de los amigos de su familia, contra mí por el color negro que mi piel absorbía con ferocidad. No existe un paraguas lo suficientemente resistente para soportar semejante chubasco. Mis padres me mostraban su indignación con gesticulaciones y ademanes posesos de furia casi incontrolable. No estaban dispuestos a verme sufrir. No supe mucho sobre la reacción de los padres de mi amigo. Al fin de cuentas, nunca nos importó la opinión del resto porque precisamente eso es lo que eran para nosotros: el resto.
 
En cierta ocasión, decidimos salir de excursión a los bosques que circundaban el pueblo. Nos encontramos muy temprano y caminamos a paso de tortuga hasta perdernos entre los árboles y la vegetación del lugar. Transcurridos los primeros minutos de la tarde, algunas circunstancias se tornaron extrañas, oscuras, densas, y nos envolvieron en una atmósfera que nos distrajo de lo que sería un acontecimiento nefasto. Nuestros pasos se hicieron más pesados, más lentos, como si hubiésemos estado caminando sobre terreno fangoso, el aire se fue volviendo turbio y nos confundió el olfato. Cuando volví la mirada hacia Ramiro, lo noté nervioso, azorado, como si esperara el desenlace de lo inevitable o el quebrantamiento de lo que algunos denominan “destino”.

Mientras continuábamos la marcha, empecé a notar que los sonidos de la naturaleza se distorsionaban, como cuando intentas escuchar un disco grabado a 33 revoluciones por minuto a la velocidad de 45. El efecto “Doppler” nos alcanzó de tal forma que logró desorientarnos al punto de agotarnos. A la distancia sentí pisadas tan furiosas como las de un batallón militar, los verdugos estaban dentro de su hora de trabajo, eran muy aplicados, trabajadores del mes, galardonados hombres de la corte. Los observé acercándose uno por uno y a todos por igual, les vi las caras y sus rostros se fijaron en mis pupilas como la primera vez que miras un caleidoscopio. Ramiro me miró y me incitó a correr. Yo no entendí el motivo para tener que huir por lo que no atiné a mover un músculo hasta tener algún conocimiento certero de lo que estaba ocurriendo. Él se detuvo frente a mí en vista a mi negativa al escape. En pocos minutos habíamos sido rodeados por cinco individuos, cinco integrantes del grupo de los verdugos, aquellos infectados por la peste, que nunca dejaron de agraviarnos por el simple hecho de que un blanco y un negro fueran amigos a pesar de la opinión opositora de los inquisidores.

Fue cuestión de un paso de página, lo que dura un parpadeo. Sin que medie motivo recibí una pedrada de parte de uno de los sujetos y aunque nosotros tratamos de estar tranquilos, ellos no hicieron esfuerzo alguno por cambiar su actitud, lanzándonos más piedras sin medir los daños que ello nos pudiera ocasionar. Ramiro sufrió varios cortes en el rostro y la cabeza. Al verlo emanar tanta sangre sólo atiné a lanzarme sobre el primero de los agresores, mientras los otros nos cercaron como en un circo romano, a la espera de mi derrota. Gracias a la combinación del azar y a mi naturaleza escurridiza, logré salir victorioso de la pugna, lo que originó que la agresión se convirtiera en grupal, dispareja, desleal, matonesca. No recuerdo cómo hice pero pude librarme de los golpes. Quizá no debí hacerlo. En aquel momento, uno de los inquisidores tomó una navaja para atacarme pero la hoja filosa nunca me tocó. Ramiro se interpuso en el camino siendo gravemente herido en el abdomen. Lo vi tendido sobre la maleza. Por poco me ahogué con mi propio llanto mientras lo veía desangrándose, con una herida mortal que me pertenecía y que me había sido arrebatada por lo que sería el origen de mi culpa.

La diosa Némesis se adueñó de mis entrañas, las aderezó de cruenta ira y las maceró en saliva de demonio. Vestido de impulso y con temeridad, me enfrenté a la muerte sin conocer motivos que bordearan la razón, me abalancé sobre el cobarde agresor, que a cada segundo se iba transformando en asesino, y le golpee el rostro de tal forma que ya no habitaba un espacio libre de linfa en su piel para finalmente rematarlo con la misma navaja con la que él había herido de muerte a mi mejor amigo, a mi único amigo. En algún compás de la partitura sentí un golpe seco en mi pecho y una sensación tibiecita que cobraba mayor calidez con el transcurrir de los segundos. Uno de los verdugos disparó su revólver contra mí y la resignación me hizo ponerme de rodillas. Aún me quedaba furia en el alma. Miraba al asesino de Ramiro, quien se había convertido en mi víctima y sólo deseaba devolverle la vida para poder matarlo nuevamente, una y mil veces hasta liberarme del espanto, de la carcajada engolada de la muerte, de la peste y de la era del hombre.

Aquellos hombres escaparon del lugar, dejando incluso el cadáver del otro poblador. Ya me sentía ir y eso me daba cierta paz, me arrastré tan rápido como pude hasta encontrarme con Ramiro y logré observar su último parpadeo. Me dejé caer a su lado esperando que se cumplieran las promesas de las que tanto me hablaron cuando era niño: ascender o descender. No sé qué sucedió luego en aquel pueblo pero sí sé que en aquel espacio de sangre se fundió la raza.

Respecto a nosotros, todo había terminado. Ambos habíamos muerto entre la hierba del bosque, entre los árboles que formaron la tumba de nuestros huesos, entre el horror y la vergüenza por la guerra de colores, entre el prejuicio y la aspereza que emana de la razón humana, entre el canto de los pájaros que aún nos cantan fielmente y a cada momento, ese canto que se volvió eterno desde aquella tarde que dejamos de vivir, desde aquella tarde de rebeldía y de reproche, desde aquella tarde en la que Ramiro se transformó en día y yo me convertí en noche.





http://www.youtube.com/watch?v=PSvnIwg0lEA

lunes, 4 de noviembre de 2013

GUSANO

Nadie escucha a un gusano, nadie le habla a un gusano, nadie se percata de la ausencia de un gusano y en sí, nadie advierte cuando un gusano viene o se va pues nadie lo extraña. Nadie se cuestiona si un gusano tiene destino y, de tenerlo, no le importa saber cuál es. Nadie repara si un gusano tiene hambre o sed, si es capaz de sentir o de esperar algo, en el sentido lato de “esperar”. Nadie recibe noticias de un gusano ni espera recibirlas, no le escribe cartas o mails, no le interesa llamar a un gusano ni recibir sus llamadas, nadie toma interés acerca de la labor de un gusano, no le importa si es opulento y acumula riqueza porque un gusano no puede jugar en la bolsa, manejar un carro último modelo o comprar un departamento en la zona más exclusiva de la ciudad pero tampoco le interesa si es pobre o representante empírico de la mendicidad.
Nadie le da crédito a un gusano, menos le da trabajo ni le perdona las deudas. Nadie celebra el nacimiento de un gusano, si tiene familia o si ésta crece. A nadie le importa la muerte de un gusano ni la llora. Nadie es amigo de un gusano o se enamora de uno. Nadie cree en la bondad de un gusano o en su inocencia, a nadie le importa el dolor de un gusano, nadie busca que un gusano sea feliz porque su felicidad muere en él mismo, porque pase lo que pase siempre será un gusano, aquí o allá, arriba o abajo.
 
Nadie le cede el paso a un gusano o evita pisarlo, salvo que le dé asco el resultado del crimen. Nadie cree en la transmutación, en la resurrección o en la reencarnación de un gusano porque nadie cree que un gusano tenga alma. Nadie se inspira en un gusano, poetiza, arma debates sobre su vida o se toma el tiempo de filosofar sobre uno y es que nadie quiere actuar como gusano o que lo vean o comparen como tal. A nadie le gusta que le digan “gusano” porque se lo considera despectivo. Nadie piensa que un gusano siente, canta, ríe, llora, ayuda o piensa, salvo que sea el de un dibujo animado.
Nadie piensa en el encuentro con un gusano porque asocia dicha cita al momento de la muerte o al banquete que se celebra tres metros bajo tierra. Así de fúnebre es la asociación directa.
Y si de ser peyorativo se trata, se considera que la apariencia del gusano es repulsiva, nada amable para la vista. Su consistencia bascosa, nauseabunda, quizá vomitiva y su comparación denigrante, redundo en ello. Sin embargo, en la vida, es muy fácil que alguien intente hacerte sentir como un “gusano”, incluso tú, que dices amarme tanto. Eso sí, una vez que ello ocurre, es muy difícil dejar de sentirlo.
 
Dejo al libre albedrío la comprensión de mi expresión. No puedo detenerme a explayarme más pues el deber me abunda y me sobrepasa. Debo seguir con mi movimiento peristáltico, hacer un hoyo donde pueda esconder mi vida, encontrar una manzana plagada de huevos de mosca azul o esperar la autolisis de los cadáveres.
 
En esencia, nunca somos más de lo que somos pero, en ciertas ocasiones, somos más de lo que nos hacen sentir.
 

jueves, 17 de octubre de 2013

La banca

¿Cuántas formas de separación existen en el universo? No me refiero al espacio cósmico sino a todo lo que nos rodea, como las diversas formas expresivas del verbo, del arte, los idiomas, las creencias y religiones, pensamientos históricos y golpes del tipo emotivo o pasional y demás conceptos que conforman el infinito.
¿Cuántas formas de amar existen en ese mismo universo? No aludo sólo al amor de pareja, al filial o al que nace de una amistad especial sino a todo tipo de amor que puede ser llamado de diversas formas según aquellos conceptos sempiternos.
No tengo respuesta a ninguna de las dos preguntas pero si un punto común, una parte en la que ambas interrogantes se interceptan y entrelazan para establecer una incógnita más intrincada: ¿Una verdadera amistad puede separarse?
La amistad que Almendra y yo teníamos era muy especial, excelsa, indiscutible y eso no lo sentía de manera gratuita. En exclusivas ocasiones ocurre que las personas forman una especie de sinergia, un sincretismo de lo que cada uno siente y en ese espacio es posible experimentar momentos felices y tristes, de ida y vuelta, algo único. Es una amistad donde no existe el amor de pareja, ese amor que se viste de una sensación tibiecita que caracteriza a dos personas que necesitan piel y se complementan. Es algo que no se puede definir con claridad y menos en estos tiempos donde decirle “amigo” a alguien es muy fácil aunque no sepamos lo que dicha palabra conlleva en sus entrañas.
Usualmente, Almendra y yo nos reuníamos cuando el tiempo lo permitía para contarnos nuestros proyectos, nuestras penas y alegrías, compartíamos libros y discos de música, yo disfrutaba escucharla y ella hablarme y de vez en cuando intercambiábamos los roles.
Una tarde de invierno, Almendra me dijo algo que no pensé escuchar jamás mientras estábamos sentados en la vieja banca del parque que fue testigo de tantas reuniones. Ella me dijo que nuestra amistad debía tomar un rumbo diferente, que era mejor tomar distancia y ubicarnos en planos distintos pero que ello no significaba que dejaríamos de ser amigos. Sólo opté por observarla por minutos mientras su boca articulaba palabras cuya resonancia rebotaba en la puerta de mis orejas sin poder detener el nacimiento de un espacio nebuloso en mí interior. Me escapé de sus pupilas y comencé a distraer mi vista con el paisaje que circundaba la banca sobre la que estábamos sentados.
¿Nuestra amistad era asfixiante o demasiado cercana? Tengo un “no” rotundo para esa pregunta. Para mí era una amistad verdadera. ¿De qué manera podríamos tener una amistad diferente? Almendra quería una amistad cuyo concepto no entendía pues mi forma de expresarla distaba mucho de su propuesta. No sabía si le había pasado por la mente la posibilidad de perderme como amigo pero tenía claro lo que yo esperaba de una amistad tan larga y construida bajo la sombra de un viejo árbol que cubría la vetusta banca de un parque.
No sé cuántos tipos de amor surgen en la interacción entre personas ni cuántas formas de separación hay como forma de equilibrio. Nadie se escapa del proceso de amar y menos de una separación, menos yo que aprendí a vivir a tropezones y con lentos reinicios. Con el tiempo, el terreno pantanoso de las incógnitas se volvió límpido para luego dormir dentro del baúl donde protegía mi memoria. Todavía cruzo por ese parque y en ciertas ocasiones me parece vernos a Almendra y a mí sentados en aquella banca y sobre todo recuerdo las últimas palabras que le dije aquella tarde en la que puso en jaque mate nuestra amistad: “Que te vaya bien, Almendra. Espero volver a ver a mi amiga algún día”.
 

lunes, 14 de octubre de 2013

Luciano y yo


Luciano tenía calambres en el alma, una vida de pesadilla que no se limitaba a un sueño desagradable causante de miedo y angustia. Su pesadilla se producía mientras estaba despierto, expuesto a la desgracia de permanecer obligado al día a día, víctima de los absurdos pensadores que gritaban a todos los vientos que “la vida es un derecho” pero que no se atrevían a aceptar que detrás de esa frase había más bien una obligación de vivir, de no hacer nada en contra de ello, de resignarse a tener pulso.
Luciano nunca fue feliz pero tuvo tímidos encuentros con la alegría, se dejó cobijar por la venturosa resolana de los días del pasado, probó las más suculentas comidas preparadas por su madre, durmió siempre bajo un techo que lo separaba del universo en el que ser nada era parte de algo, conoció el amor de una mujer que a la larga fue más humana que nadie y lo dejó para experimentar más de aquello que ya había recibido sin merecerlo.
Luciano se escupía sangre en el corazón para mantenerlo rojo y respiraba lenta y pausadamente con la esperanza de que algún día el oxígeno no le causara efecto y pudiera prescindir de él.
Luciano sentía que no era más valioso que un animal y jamás se sintió superior a los demás de su especie, aquella casi extinta que le reclamaba volver a su lugar. Con el paso del tiempo, conoció otra de las frases célebres que usan las personas que necesitan una justificación baladí para no entrar en razonamientos capaces de destruir sus dogmas y tautologías: Todos hemos nacido con un fin, con un objetivo. Todos tenemos un plan”. Esto no era un imperativo categórico para él sin embargo, en un esfuerzo por lograr un máximo acercamiento a dicha falacia, concluyó que las personas debían medir su necesidad de existir sobre la base de lo útiles que podían ser para el resto. “Mientras más útil eres para el resto más se justifica tu necesidad de existir”, decía. Una relación directamente proporcional a la vista del espectador más humilde y sin prejuicios.

Luciano se volvió un utilitarista, una especie de seguidor marginal de John Stuart Mill, y la marginalidad obraba en las extremas interpretaciones que le daba al principio de la mayor felicidad. Pero al final de su profundo razonamiento decidió serle útil no sólo a las personas que amaba, sino también a todas aquellas a las que pudiera dar una mano desde el lugar y la ocupación en la que se encontraba. Él continuó teniendo calambres y pesadillas pero sentía que ello no influía de manera negativa en su firme propósito por hacer que el hecho de “existir” valiera la pena, tuviera un significado que trascendiera el simple hecho de respirar, de latir.
Luciano de despojó totalmente de su caparazón porque creyó que la atmósfera en la que vivía lo iba a nutrir con experiencias que lo ayudarían a mover el planeta en el sentido preciso para provocar un cambio en la humanidad. Usó todos sus sentidos para asimilar aquello que pudiera enriquecer sus intenciones, sus propósitos, y acabó presa del espanto y la desilusión. Muchas personas eran cada vez más frías, egoístas, fieles únicamente a sus intereses, dedicadas a cuidar lo propio, convirtiéndose en esclavas de lo que alguna vez les dio júbilo. La idea de volver lo propio en algo compartido había sido desterrada sin opción de retorno ni repatriación.

Luciano se expuso en exceso y se infectó de la peste que consumía a la especie, arriesgó su integridad confiando en su capacidad para tomar decisiones. Las cosas cambiaron. También Luciano. Los calambres en su corazón fueron acompañados por la presencia sintomática de una depresión insondable, carroñera y posesa de aquellos demonios que van consumiendo el alma, que someten y anulan cualquier intento de liberación. Con el transcurrir del tiempo se fue quedando solo pues ciertas personas se asustan al observar situaciones como estas, muy pocos quieren estar junto a una persona golpeada por el lado de la vida que no les tocó conocer. Es muy fácil celebrar y ser parte de la fiesta. Muy difícil limpiar los vestigios y ayudar a calmar las tempestades.
Luciano completó sus zonas grises hasta que ellas lo gobernaron como una inefable dictadora, como la dueña del mazo que rompe la piñata. Creció y, pasadas dos décadas de su vida, se tropezó con un espacio donde nadie necesitaba ayuda, donde no se sentía útil bajo ningún punto de vista y lo tragó el horror, la ignominia, la cruda realidad. No requirió mucho tiempo para preguntarse a sí mismo ¿Ahora para qué existo? ¿Qué fin justifica mi vida? Ninguna respuesta satisfacía la agresividad de semejantes preguntas por lo que decidió terminar con su leonino “deber de vivir” y con los lugares comunes que tamaño estado hacía suyos.
“No es preciso vivir por vivir. Hay personas que sienten que su vida está destinada a un propósito. Benditas ellas que tienen un podio al cual llegar, una meta que se vislumbra al final del horizonte o aquellas que se conforman con inventarse una”, decía.
Nada de esto me parece pasmoso. Fuera de creencias religiosas, nadie ha explicado el simple hecho de la naturaleza de vivir pues se trata de un estado muy difícil de descifrar si sólo se le ve desde el punto de vista biológico. Existen aquellos que celebran su vida a diario y también aquellas que no saben qué hacer con ella.
Mi última conversación con Luciano fue por vía telefónica. Lo noté tranquilo y, a diferencia de otras conversaciones, no me hizo pensar más de lo debido porque sabía que estaba a punto de acurrucarme entre las tibias sábanas de mi tálamo. Desde aquella noche no volví a saberlo con vida, me refiero a la de los comunes. El amanecer fue tan desolado que ni el más cruento de los lutos podría haber cambiado su apariencia devastadora. Poco queda por decir. Con él, falleció un pensamiento que con el paso de los años se convirtió en la filosofía que jamás podrías encontrar en un libro de cátedra, en las aulas de un centro de estudios o en una mesa cualquiera de una cafetería cualquiera.
¿Es condenable romper las costumbres y creencias de la mayoría? Absolutamente no. ¿Es obligatorio vivir enmarcado en el patrón mediocre que indica “nacer, crecer y morir”? De ninguna manera. A la distancia me aborda un escalofrío que me suspende y me advierte: Luciano me decía “eres muy parecido a mí, ya lo comprobarás cuando salgas al verdadero mundo. Luego conversaremos acerca de lo que nadie quiere oír pero será en otro escenario aunque en el fondo todos permanecemos en el mismo sin saberlo”.

domingo, 6 de octubre de 2013

Niña de ojos verdes

 
 
 
 

Niña de ojos verdes, ¿qué te trae por aquí? ¿Qué es lo que buscas en este lugar que ya no exista en tu reino?

Niña de ojos verdes, ¿cómo llegaste a este camino? ¿Saliste libremente o escapaste de tu cautiverio?

Niña de ojos verdes, no son sólo tus ojos los que te ensalzan, hay muchas cosas en ti que te hacen diferente.

Niña de ojos verdes, muchas preguntas me asaltan, ¿Crees en el destino? ¿Ha jugado el azar, el albur o la suerte?

Niña de ojos verdes, ¿Qué ángel protege tu espíritu rebelde? ¿Quién creó tu chispeante ser y lo volvió tan infinito?

Niña de ojos verdes, el sol ha empezado a nacer, el cielo está despejado, hoy será un día bonito. 

Niña de ojos verdes, entraste en escena de manera azarosa pero oportuna para el tiempo de los humanos.

Niña de ojos verdes, la noche saciaba su hambruna como los años van saciando la vejez de las manos.

Niña de ojos verdes, tu sonrisa reinventó la mía, como una locura exenta de medicación y terapias.

Niña de ojos verdes, tu risa me convidó a vivir en un circo colmado de payazos, algodones y melapias.

Niña de ojos verdes, tan revoltosa y juguetona, le pusiste música a mis silencios, pintaste mis murallas con colores.

Niña de ojos verdes, me regresaste a los cinco años cuando mi boca albergaba risas y no llantos por dolores.

Niña de ojos verdes, nunca quise crecer y la barba me ha crecido mientras estoy sentado sacando cuentas.

Niña de ojos verdes, las arrugas y las canas son cruentas pues exigen altos precios para no ser descubiertas.

Niña de ojos verdes, sonríe como día de primavera, inventa frases y sonidos, arráncale cosquillas a mi mal humor.

Niña de ojos verdes, cuéntame una más de tus historias, deambula entre bosques y palacios, desde la raíz a la flor.

Niña de ojos verdes, ¿quién apaga tu luz? ¿Quién se atreve a silenciar tu risa? ¿Quién te quita el brillo aprovechándose de tu amor?

Niña de ojos verdes, no hay ley sin licitud ni delincuente que no la transgreda. ¿Acaso no hay tribunales donde manda Dios?

Niña de ojos verdes, ¿por qué corres? ¿De quién huyes? ¿Qué te asusta tanto para no querer ver lo que tienes?

Niña de ojos verdes, no te conformes con simples diamantes, tu corazón es el tesoro más valioso que posees.

Niña de ojos verdes, deja de llorar, aleja la angustia de tu rostro que aún queda mucho camino para ver el horizonte.

Niña de ojos verdes, pelea tus batallas, ponte de pie en las caídas, sigue cantando como lo hace el sinsonte.

Niña de ojos verdes, ¿Qué rosa no tiene espinas? ¿Qué flor no se marchita? Nadie se salva de tener un lado oscuro.

Niña de ojos verdes, me hidraté de tu compañía y tu silencio. ¿Por qué dejaste caer del cielo semejante muro?

Niña de ojos verdes, si te vas a ir no te olvides de despedirte, de cerrar la puerta, de echarle llave, de decir adiós.

Niña de ojos verdes, déjame escapar de tus pupilas, apaga la luz si lo deseas pero permite que me ilumine el sol.

Niña de ojos verdes, seca tus lagunas que me ahogan, rompe mis cadenas con tus dedos, aleja de mí la soledad.

Niña de ojos verdes, no me enfrentes al olvido, no dejes caer en el limbo los recuerdos que me dieron claridad.

Niña de ojos verdes, responde a mis señales de humo, escucha el sonido de tan profuso silencio, asómate entre la gente.

Niña de ojos verdes, había tanto por decir pero cada palabra y su sonido fue aprisionada en la cárcel de mis dientes.

Niña de ojos verdes, todo es más claro en la alborada, cuando agoniza la noche con el contraste de las alucinaciones.

Niña de ojos verdes, en cada respiro se forman muchos nudos en el alma cuando se conoce tanto de desilusiones.

Niña de ojos verdes, me caí de tus pupilas en un parpadeo vertiginoso que ocurrió la última vez que te pensé.

Niña de ojos verdes, comencé a ser libre como si yo hubiese creado la misma libertad y el cinéma Verité.

Niña de ojos verdes, los míos se convirtieron en un hoyo profundo que absorbió lo típico, lo usual, lo raro.

Niña de ojos verdes, sigo sin saber qué te trajo por aquí pero hay algo en mí que ha quedado muy claro … nunca viniste para quedarte ni a dejar algo de ti, tomaste lo que necesitabas y luego partiste a tu espacio de seguridad, como gran parte de la humanidad y aunque ha sido triste nada ha sido en vano, sólo recuerdo que te vi partir dejando polvo donde alguna vez hubo flores y no recuerdo si fue un lunes, martes o viernes.  Hasta siempre niña de ojos verdes, yo también me marcho, ya estoy listo para el sol.