Luciano tenía calambres en el alma, una vida de pesadilla que no se
limitaba a un sueño desagradable causante de miedo y angustia. Su pesadilla se
producía mientras estaba despierto, expuesto a la desgracia de permanecer
obligado al día a día, víctima de los absurdos pensadores que gritaban a todos
los vientos que “la vida es un derecho”
pero que no se atrevían a aceptar que detrás de esa frase había más bien una
obligación de vivir, de no hacer nada en contra de ello, de resignarse a tener
pulso.
Luciano nunca fue feliz pero tuvo tímidos encuentros con la alegría, se
dejó cobijar por la venturosa resolana de los días del pasado, probó las más
suculentas comidas preparadas por su madre, durmió siempre bajo un techo que lo
separaba del universo en el que ser nada era parte de algo, conoció el amor de
una mujer que a la larga fue más humana que nadie y lo dejó para experimentar
más de aquello que ya había recibido sin merecerlo.
Luciano se escupía sangre en el corazón para mantenerlo rojo y respiraba
lenta y pausadamente con la esperanza de que algún día el oxígeno no le causara
efecto y pudiera prescindir de él.
Luciano sentía que no era más valioso que un animal y jamás se sintió
superior a los demás de su especie, aquella casi extinta que le reclamaba
volver a su lugar. Con el paso del tiempo, conoció otra de las frases célebres
que usan las personas que necesitan una justificación baladí para no entrar en
razonamientos capaces de destruir sus dogmas y tautologías: Todos hemos nacido con un fin, con un
objetivo. Todos tenemos un plan”. Esto no era un imperativo categórico para
él sin embargo, en un esfuerzo por lograr un máximo acercamiento a dicha
falacia, concluyó que las personas debían medir su necesidad de existir sobre
la base de lo útiles que podían ser para el resto. “Mientras más útil eres para el resto más se justifica tu necesidad de existir”,
decía. Una relación directamente proporcional a la vista del espectador más
humilde y sin prejuicios.
Luciano se volvió un utilitarista, una especie de seguidor marginal de John
Stuart Mill, y la marginalidad obraba en las extremas interpretaciones que le
daba al principio de la mayor felicidad. Pero al final de su profundo
razonamiento decidió serle útil no sólo a las personas que amaba, sino también
a todas aquellas a las que pudiera dar una mano desde el lugar y la ocupación
en la que se encontraba. Él continuó teniendo calambres y pesadillas pero
sentía que ello no influía de manera negativa en su firme propósito por hacer
que el hecho de “existir” valiera la pena, tuviera un significado que trascendiera
el simple hecho de respirar, de latir.
Luciano de despojó totalmente de su caparazón porque creyó que la atmósfera
en la que vivía lo iba a nutrir con experiencias que lo ayudarían a mover el
planeta en el sentido preciso para provocar un cambio en la humanidad. Usó
todos sus sentidos para asimilar aquello que pudiera enriquecer sus
intenciones, sus propósitos, y acabó presa del espanto y la desilusión. Muchas
personas eran cada vez más frías, egoístas, fieles únicamente a sus intereses,
dedicadas a cuidar lo propio, convirtiéndose en esclavas de lo que alguna vez
les dio júbilo. La idea de volver lo propio en algo compartido había sido
desterrada sin opción de retorno ni repatriación.
Luciano se expuso en exceso y se infectó de la peste que consumía a la
especie, arriesgó su integridad confiando en su capacidad para tomar
decisiones. Las cosas cambiaron. También Luciano. Los calambres en su corazón
fueron acompañados por la presencia sintomática de una depresión insondable,
carroñera y posesa de aquellos demonios que van consumiendo el alma, que
someten y anulan cualquier intento de liberación. Con el transcurrir del tiempo
se fue quedando solo pues ciertas personas se asustan al observar situaciones
como estas, muy pocos quieren estar junto a una persona golpeada por el lado de
la vida que no les tocó conocer. Es muy fácil celebrar y ser parte de la
fiesta. Muy difícil limpiar los vestigios y ayudar a calmar las tempestades.
Luciano completó sus zonas grises hasta que ellas lo gobernaron como una
inefable dictadora, como la dueña del mazo que rompe la piñata. Creció y,
pasadas dos décadas de su vida, se tropezó con un espacio donde nadie
necesitaba ayuda, donde no se sentía útil bajo ningún punto de vista y lo tragó
el horror, la ignominia, la cruda realidad. No requirió mucho tiempo para
preguntarse a sí mismo ¿Ahora para qué existo? ¿Qué fin justifica mi vida?
Ninguna respuesta satisfacía la agresividad de semejantes preguntas por lo que decidió
terminar con su leonino “deber de vivir” y con los lugares comunes que tamaño
estado hacía suyos.
“No es preciso vivir por vivir.
Hay personas que sienten que su vida está destinada a un propósito. Benditas
ellas que tienen un podio al cual llegar, una meta que se vislumbra al final
del horizonte o aquellas que se conforman con inventarse una”, decía.
Nada de esto me parece pasmoso. Fuera de creencias religiosas, nadie ha
explicado el simple hecho de la naturaleza de vivir pues se trata de un estado
muy difícil de descifrar si sólo se le ve desde el punto de vista biológico.
Existen aquellos que celebran su vida a diario y también aquellas que no saben
qué hacer con ella.
Mi última conversación con Luciano fue por vía telefónica. Lo noté
tranquilo y, a diferencia de otras conversaciones, no me hizo pensar más de lo
debido porque sabía que estaba a punto de acurrucarme entre las tibias sábanas
de mi tálamo. Desde aquella noche no volví a saberlo con vida, me refiero a la
de los comunes. El amanecer fue tan desolado que ni el más cruento de los lutos
podría haber cambiado su apariencia devastadora. Poco queda por decir. Con él,
falleció un pensamiento que con el paso de los años se convirtió en la filosofía
que jamás podrías encontrar en un libro de cátedra, en las aulas de un centro
de estudios o en una mesa cualquiera de una cafetería cualquiera.
¿Es condenable romper las costumbres y creencias de la mayoría?
Absolutamente no. ¿Es obligatorio vivir enmarcado en el patrón mediocre que
indica “nacer, crecer y morir”? De ninguna manera. A la distancia me aborda un escalofrío
que me suspende y me advierte: Luciano me decía “eres muy parecido a mí, ya lo comprobarás cuando salgas al verdadero mundo.
Luego conversaremos acerca de lo que nadie quiere oír pero será en otro
escenario aunque en el fondo todos permanecemos en el mismo sin saberlo”.