lunes, 14 de octubre de 2013

Luciano y yo


Luciano tenía calambres en el alma, una vida de pesadilla que no se limitaba a un sueño desagradable causante de miedo y angustia. Su pesadilla se producía mientras estaba despierto, expuesto a la desgracia de permanecer obligado al día a día, víctima de los absurdos pensadores que gritaban a todos los vientos que “la vida es un derecho” pero que no se atrevían a aceptar que detrás de esa frase había más bien una obligación de vivir, de no hacer nada en contra de ello, de resignarse a tener pulso.
Luciano nunca fue feliz pero tuvo tímidos encuentros con la alegría, se dejó cobijar por la venturosa resolana de los días del pasado, probó las más suculentas comidas preparadas por su madre, durmió siempre bajo un techo que lo separaba del universo en el que ser nada era parte de algo, conoció el amor de una mujer que a la larga fue más humana que nadie y lo dejó para experimentar más de aquello que ya había recibido sin merecerlo.
Luciano se escupía sangre en el corazón para mantenerlo rojo y respiraba lenta y pausadamente con la esperanza de que algún día el oxígeno no le causara efecto y pudiera prescindir de él.
Luciano sentía que no era más valioso que un animal y jamás se sintió superior a los demás de su especie, aquella casi extinta que le reclamaba volver a su lugar. Con el paso del tiempo, conoció otra de las frases célebres que usan las personas que necesitan una justificación baladí para no entrar en razonamientos capaces de destruir sus dogmas y tautologías: Todos hemos nacido con un fin, con un objetivo. Todos tenemos un plan”. Esto no era un imperativo categórico para él sin embargo, en un esfuerzo por lograr un máximo acercamiento a dicha falacia, concluyó que las personas debían medir su necesidad de existir sobre la base de lo útiles que podían ser para el resto. “Mientras más útil eres para el resto más se justifica tu necesidad de existir”, decía. Una relación directamente proporcional a la vista del espectador más humilde y sin prejuicios.

Luciano se volvió un utilitarista, una especie de seguidor marginal de John Stuart Mill, y la marginalidad obraba en las extremas interpretaciones que le daba al principio de la mayor felicidad. Pero al final de su profundo razonamiento decidió serle útil no sólo a las personas que amaba, sino también a todas aquellas a las que pudiera dar una mano desde el lugar y la ocupación en la que se encontraba. Él continuó teniendo calambres y pesadillas pero sentía que ello no influía de manera negativa en su firme propósito por hacer que el hecho de “existir” valiera la pena, tuviera un significado que trascendiera el simple hecho de respirar, de latir.
Luciano de despojó totalmente de su caparazón porque creyó que la atmósfera en la que vivía lo iba a nutrir con experiencias que lo ayudarían a mover el planeta en el sentido preciso para provocar un cambio en la humanidad. Usó todos sus sentidos para asimilar aquello que pudiera enriquecer sus intenciones, sus propósitos, y acabó presa del espanto y la desilusión. Muchas personas eran cada vez más frías, egoístas, fieles únicamente a sus intereses, dedicadas a cuidar lo propio, convirtiéndose en esclavas de lo que alguna vez les dio júbilo. La idea de volver lo propio en algo compartido había sido desterrada sin opción de retorno ni repatriación.

Luciano se expuso en exceso y se infectó de la peste que consumía a la especie, arriesgó su integridad confiando en su capacidad para tomar decisiones. Las cosas cambiaron. También Luciano. Los calambres en su corazón fueron acompañados por la presencia sintomática de una depresión insondable, carroñera y posesa de aquellos demonios que van consumiendo el alma, que someten y anulan cualquier intento de liberación. Con el transcurrir del tiempo se fue quedando solo pues ciertas personas se asustan al observar situaciones como estas, muy pocos quieren estar junto a una persona golpeada por el lado de la vida que no les tocó conocer. Es muy fácil celebrar y ser parte de la fiesta. Muy difícil limpiar los vestigios y ayudar a calmar las tempestades.
Luciano completó sus zonas grises hasta que ellas lo gobernaron como una inefable dictadora, como la dueña del mazo que rompe la piñata. Creció y, pasadas dos décadas de su vida, se tropezó con un espacio donde nadie necesitaba ayuda, donde no se sentía útil bajo ningún punto de vista y lo tragó el horror, la ignominia, la cruda realidad. No requirió mucho tiempo para preguntarse a sí mismo ¿Ahora para qué existo? ¿Qué fin justifica mi vida? Ninguna respuesta satisfacía la agresividad de semejantes preguntas por lo que decidió terminar con su leonino “deber de vivir” y con los lugares comunes que tamaño estado hacía suyos.
“No es preciso vivir por vivir. Hay personas que sienten que su vida está destinada a un propósito. Benditas ellas que tienen un podio al cual llegar, una meta que se vislumbra al final del horizonte o aquellas que se conforman con inventarse una”, decía.
Nada de esto me parece pasmoso. Fuera de creencias religiosas, nadie ha explicado el simple hecho de la naturaleza de vivir pues se trata de un estado muy difícil de descifrar si sólo se le ve desde el punto de vista biológico. Existen aquellos que celebran su vida a diario y también aquellas que no saben qué hacer con ella.
Mi última conversación con Luciano fue por vía telefónica. Lo noté tranquilo y, a diferencia de otras conversaciones, no me hizo pensar más de lo debido porque sabía que estaba a punto de acurrucarme entre las tibias sábanas de mi tálamo. Desde aquella noche no volví a saberlo con vida, me refiero a la de los comunes. El amanecer fue tan desolado que ni el más cruento de los lutos podría haber cambiado su apariencia devastadora. Poco queda por decir. Con él, falleció un pensamiento que con el paso de los años se convirtió en la filosofía que jamás podrías encontrar en un libro de cátedra, en las aulas de un centro de estudios o en una mesa cualquiera de una cafetería cualquiera.
¿Es condenable romper las costumbres y creencias de la mayoría? Absolutamente no. ¿Es obligatorio vivir enmarcado en el patrón mediocre que indica “nacer, crecer y morir”? De ninguna manera. A la distancia me aborda un escalofrío que me suspende y me advierte: Luciano me decía “eres muy parecido a mí, ya lo comprobarás cuando salgas al verdadero mundo. Luego conversaremos acerca de lo que nadie quiere oír pero será en otro escenario aunque en el fondo todos permanecemos en el mismo sin saberlo”.