¿Cuántas
veces me han intentado cambiar, modificar la personalidad, hacerme distinto o
disfrazar el carácter, moldearme como un montón de barro, darme forma como a un
ficus, transformar mi aspecto como cuando se esculpe una piedra? Muchas, quizá
más que las veces en las que me han aceptado en mi forma natural.
Estos
intentos de cambio han tomado dinamismo en el tiempo como movimientos pendulares, empezando desde lo
físico, lo corpóreo, lo aparente hasta lo interno, lo inmaterial, lo intangible
y en el camino las combinaciones grises, abyectas para el reino del color.
Desde
hace algún tiempo vengo caminando al borde del abismo, en el umbral que separa
el sol de las sombras y en ningún momento me he detenido para tomar
precauciones sobre el equilibrio y la estabilidad necesaria para no caer o
cruzar la línea. Allí no se encuentra la magia, la fantasía que viene
intrínseca en la misma idea de vivir. Cerrar los ojos y caminar sin medir las
consecuencias puede, en ciertas ocasiones, ser tildado como un acto de
temeridad, pero en otras, una muestra de valentía cojonuda.
Un
día de esos que pasan desapercibidos en el calendario, vi con acomedida sorpresa
que el camino estaba quebrado, que se había producido un derrumbe, un punto
aparte en la oración, sin embargo, ello no aquietó mi marcha. A la distancia,
vislumbré el ponderoso movimiento del péndulo que, hasta ese entonces, era
netamente figurativo y corrí acelerando la velocidad pertinente para tomar
impulso y colgarme de la bola de acero que estaba suspendida del hilo. Así,
inicié los viajes de ida y vuelta en el tiempo mientras parpadeaba.
En
un primer parpadeo, me vi cuando tenía trece años de edad, con el cabello
largo, enmarañado gracias a su naturaleza ondulada y caprichosa, con las uñas
largas de la mano derecha, necesarias para tocar el charango y los rasgueos del
neofolklore que estaba descubriendo, con espíritu rebelde, nada indiferente a
los procesos sociales que se estaban viviendo en los países de América Latina,
con la protesta como virtud y la palabra como don, estrafalario pero formal,
amante de lo justo y de las causas perdidas, romántico empedernido,
excesivamente nostálgico de los tiempos mejores y, sobre todo, fervoroso
creyente de Cristo.
El
péndulo siguió su movimiento y en un segundo parpadeo me vi a la edad de dieciséis
años, con el cabello corto, con las uñas severamente recortadas, con la voz
impresa en palabras, escribiendo mis pensamientos desde cualquier punto de la
ciudad que me prestara alguna forma de superficie, renegando por la desigualdad
y las muertes injustificadas, por la injusticia y el enriquecimiento de algunos
a vista de todos, amando como “Cyrano de Bergerac”, durmiendo bajo la sombra de
mi obnubilado recuerdo, protegido por mi creencia en Cristo.
Parpadeé por tercera vez y logré verme a la edad de diecinueve años, nuevamente con el
cabello crecido, con la barba incipiente y la uñas crecidas, resucitando de
entre los muertos, convocando a la cofradía para continuar con nuestros retos, con
vestimenta informal, siempre educado y respetuoso, más agudo en mi prosa, más
severo en mis coplas y melodías, más travieso para amar y más propenso a
golpearme por la desilusión y la perfidia, aferrándome a mi Fe y poniendo la
cara contra el viento para reclamar de modo ufano que nunca hubo miedo, sólo
retraso en reconocerme y hacerme valer.
Parpadeé por cuarta vez y me vi en el presente, tal como soy ahora, con el cabello
corto, perfectamente afeitado, algunos días vestido con camisa y corbata, otros
de manera muy casual, escribiendo en compañía de innumerables tazas de café,
con la pluma convertida en fusil, poniéndole música a mis versos de protesta,
cantándolos sin temor a la metralla ni a la censura, sin poseer carnet de
ningún partido político, sin hacer política pues ésta me produce arcadas, usando
mi profesión para convertirme en un agente social más activo, colgando mi voz
de reclamo en cuanta oreja sea oportuna para que tenga verdadero significado,
amando con el corazón molido a golpes, sin usar seudónimos ni máscaras
cómplices que aumenten la cobardía, la timidez y el “quizá mañana”,
agradeciéndole a Cristo por suspenderme pero no expulsarme del juego más
importante de mi vida.
¿Cuántas
veces me han intentado cambiar, modificar la personalidad, hacerme distinto o
disfrazar mi carácter, moldearme como un montón de barro, darme forma como a un
ficus, transformar mi aspecto como cuando se esculpe una piedra? Insisto, muchas,
quizá más que las veces en las que me han aceptado en mi forma natural. Y
aunque me corte el cabello o lo deje crecer, aunque me recorte las uñas de la
mano derecha o las dejé crecer nuevamente, aunque me vista estrafalario o use
camisa y corbata, aunque me afeite completamente o me deje una barba
incipiente, aunque calle y luego vuelva a cantar, aunque enfunde mi charango y
luego le devuelva la vida con el primer trémolo, aunque la tinta de mi pluma se
seque por años y luego no pare de escribir, a pesar que muchos cambios externos
se produzcan nunca cambiará mi mundo interior, mi sentido de justicia, de
igualdad, mi incapacidad de someterme a lo delictivo, mi forma de amar, mi
revolución, mi fe.
En
cada momento de mi vida, siempre respeté la unicidad, aquello que te hace único,
irrepetible e insustituible, que te hace ser tú mismo y que nadie puede cambiar
por más intentos que hagan, por más bombas que le lancen al espíritu, por más
exorcismos, terapias o electroshocks a los que te quieran someter y es que, para
mí, hay una sola verdad que es un imperativo categórico en la vida, como canta
la Bersuit Vergarabat: “No se puede cambiar el alma”.
Dedicado a los ángeles y demonios de mi vida.