domingo, 23 de diciembre de 2012

Entre la espina y la rosa

Me cuesta creer cuánta ambivalencia puede haber en una persona. Me cuesta creer que la dualidad en el ser humano es más cruenta que en la naturaleza. Es difícil obtener respuestas seguras a tan peligrosas preguntas, tales como, ¿qué vi en ti cuando te conocí? ¿Por qué estaba tan vulnerable en ese momento? ¿Por qué una simple mirada no pudo ser capaz de desnudar el demonio que tenías dentro de ti, que se devoró a mi Cristo para luego clavarme en su cruz?

Para nadie es fácil vivir. Uno aprende cayéndose y es que para eso se inventaron las caídas, para aprender a levantarse. Entiendo ese postulado pero la caída que sufrí al permitir que entres en mi vida fue aún más dolorosa que morir a diario, más profunda que el núcleo del infierno de Dante.

Los días, meses y años contigo me enseñaron que a veces el amor se encuentra entre la espina y la rosa. El problema es que siempre te vestiste de rosa pero nunca dejaste de ser espina Y cualquier cosa hubiera permitido, como en efecto lo hice.

Desprendido de cuantas cosas materiales tuve, te di todo lo que tus pérfidas palabras decían, palabras escurridizas de la boca cocida que se alojaba debajo de tu nariz. Te di lo que no había pero nunca me faltó para crearlo, pero lo tangible es eso y casi siempre fungible ante el transcurrir del tiempo.

Ni siquiera pasó un ángel para bañarme de silencio, ni siquiera pasó un caído que te robara por fin la voz. Aun y atado con los alambres del desconcierto y la insensatez, no fui capaz de aceptar que mi temor al abandono no debía empujarme al limbo en el que caen los desdichados amantes del amor en sí sin consecuencias.

Perdoné tu sadismo, tus ataques de histeria, tus arrebatos y la cólera que tu verbo usó contra mí como cuchillos afilados. Te pedí perdón por mi tristeza, pedí que me excusaras por los errores propios de mi inexperiencia y baja autoestima, pero no pensé que podías llegar a tanto.

Aquella extensión mía. Aquella muestra inesperada pero concreta de que servía para muchas cosas más que para sufrir era un ápice de felicidad combinada con temor, que me cambió la vida y me obligó a aprender nuevamente a caminar mientras otros de mi edad corrían como competidores de olimpiadas. No es conveniente pensar en soluciones prácticas porque la vida no lo es. Patear el tablero es tan cobarde como enviar a los peones a morir por su rey. Había que caer en la ponderación, abrazarnos con algo más que brazos, que beses mi beso y yo el tuyo, sin labios, sin bocas, sin roce. Había que luchar hasta morir para poder dejar vivir a ese ápice que se volvió mi todo, mi universo, el sol alrededor del cual quería girar para siempre.

No entiendo cómo nunca pude ver salir los caídos que te habitaban y que te hablaron mal del futuro, uno errado que implicaba la ausencia de mi sol, alrededor del cual giré sólo por 5 semanas y que de la tarde a la noche se apagó en tu vientre.

Nunca llegué a conocerte, nunca me conociste. Lo único que hicimos fue compartir momentos en espacios paralelos, viviendo como dos círculos que no se yuxtaponen, que existen por separado. Estuve equivocado. Tal vez pensé que había que encontrar tu bondad arrancándote la piel, como cuando se desescama a un pescado. Tal vez tu cuerpo nunca fue inmune a tus deseos. Ahora, muchos años después de la oscuridad, a miles de kilómetros de ti, estoy sin movimiento, sin guía, devorando mis propias ganas de vivir, esperando la visita de la muerte que a nadie le es esquiva. En retrospectiva, me parece increíble lo que hiciste, lo que de alguna manera te dejé hacer. Apagar mi sol me dejó algo más que oscuridad. Dejó mi corazón en caída libre, sin freno, sin nubes que amortigüen mi trayectoria.

Cuando apagaste mi sol me quedó un hoyo negro en el pecho, un abismo sentimental creado por el tiempo y una tibia sensación de nostalgia cada vez que un niño se anima a correr en mi vereda.