Era un hombre rojo, con miradas extrañas y comportamientos abstrusos. Lo habían tomado como orate pues según la gente, hablaba solo y saludaba a los lugares vacíos. Cuando la mañana empezaba recorría fielmente las calles, le agradaba ver el cielo y el vuelo de las palomas, respiraba levemente el aroma de los vivos, hablaba solo y saludaba a los lugares vacíos.
Era un hombre viejo y tras sus trapos raídos y su cabellera enmarañada, se encontraba alguien útil para el comentario despiadado del gentío. Por las tardes asistía a las misas, deambulaba por los pasillos de la iglesia, el Padre lo acogía irremediablemente, el hombre extraño se sentaba en una banca en un rincón alejado del tumulto, hablaba solo y saludaba a los lugares vacíos.
No era feliz pero se contentaba con las sobras de la alegría de los demás. Por las noches caminaba por la plaza mientras la gente lo esquivaba, se sentaba en una banqueta muy cercana a la pileta y gozaba de la brisa nocturna, hablaba solo y saludaba a los lugares vacíos.
Cierto día, la ciudad despertó con miedo. El hombre rojo había muerto, deprimido por la soledad, acorralado por las fuertes miradas del desprecio. En cierta oportunidad me tocó morir también, me acerqué tímidamente al Señor y le pregunté por aquel hombre extraño. El Señor me dijo: ¡Extraño es aquel que sólo sabe mirar con los ojos!
Me sentí confuso y de pronto me hundí en la vergüenza. Miré hacia abajo, al mundo de los vivos, y pude observar la realidad. La ciudad no era cuerda y mucho menos el gentío. Los ángeles hablaban y saludaban a la gente con la pena silente de no ser correspondidos.