El tiempo no para, transforma las vivencias en reminiscencias, arrasa con los planes que se enferman de pausa, como lo hacen los aluviones con pueblos enteros. Las manecillas del reloj se convierten en cuchillas que van desgarrando la memoria, apagando el pasado mientras encienden el presente sin la certeza de futuro. En ocasiones, convierte nuestros errores en disculpas, nostalgia y distancia, disfraza con costumbre al amor y viceversa, dibuja arrugas en nuestros rostros como el papel crepé que se arrebuja, se alimenta de melancolía y despilfarra espanto cuando al mirar hacia atrás sentimos que nuestra vida no ha sido útil.
No cabe duda. “El tiempo es veloz”, como dice Lebón, y no hay especie
en el planeta que se mantenga fuera de esta premisa.
El tiempo va pasando entre bostezos y parpadeos, algo tan humano como animal, que va más allá del todo aunque en sí sea sólo una parte.
El tiempo va pasando entre bostezos y parpadeos, algo tan humano como animal, que va más allá del todo aunque en sí sea sólo una parte.
Un primer bostezo me lleva a mi niñez, a los días de los pantalones cortos,
de las mañanas de escuela y las tardes lúdicas, a las meriendas con avena de manzana y
galletas caseras, a los cuentos antes de dormir, a las ocasiones en las que mi
madre me lavaba las manos y, de paso, el corazón, a las sonrisas, a la risa y al engreimiento.
Un primer parpadeo me arranca de aquel cielo y me manda a la adolescencia,
a la primera pérdida, al descubrimiento del dolor que va más allá de la piel y
consume el alma, al reconocimiento de mí mismo, al romance con las cuerdas, los
vientos y las percusiones, a las voces que curan los silencios con armonías, a las
primeras peleas, a la mezcla del amor con el resentimiento, los miedos y las
dudas, al primer beso que luego se convirtió en el último, a las plegarias y a
la fe sin cruces ni religiones.
Un segundo bostezo me traslada a mi salón de clases en el colegio,
la carpeta individual, mi número de orden, el aprendizaje cultural y el humano,
los juegos grupales, los momentos de soledad, el canto de mis amigos acompañado
por la melodía de mi vieja guitarra acústica, las actuaciones, la entrega de
libretas, las bromas y la complicidad, las ganas de seguir durmiendo por las
mañanas, la renuencia por crecer, el último año de cursos, el inicio de la vida
que nos empuja al camino de la responsabilidad y nos arrebata la nube.
El tiempo no es más que eso, una pauta que divide nuestra vida en eventos,
una secuencia de rieles sobre las que se mueve un tren a toda velocidad.
Antes de dejar descansar la tinta, me viene a la mente una
frase de la canción "Mi caramelo" de la Bersuit Vergarabat: "Y ha pasado mi hora, ¿quién robó mis
años?". No tengo respuesta para esa pregunta pero puedo confesar que
siento un cosquilleo insistente en mis ojos. Estoy a punto de parpadear y no sé
en qué etapa de mi vida voy a aparecer.