Los primeros rayos de sol
asaltan la oscuridad de mi refugio sideral, el amanecer se ha vestido con las
cortinas que cubren las ventanas de mi habitación y en su danza lanzan brisas
que me invitan a levantarme, a poner los pies sobre el tapiz que me protege del
suelo frío. No hay lugar para estiramientos porque es la hora de la
luz, de la verdadera luz, aquella que desde un inicio se presentó para alejarme
de la opacidad que aquejaba al resto del mundo.
Me dirigí raudamente hacia
el umbral de la ventana y me escondí entre los pliegues de las cortinas para
mirar la calle sin riesgo de ser descubierto. Un brillo inagotable hacía más
clara la mañana, la luz verdadera había despertado también y jugaba sobre el
asfalto enviándome algunos halos que atravesaban los vidrios del batiente. Te
vi, estabas con un vestido blanco, los cabellos ondeados de color
castaño y la sonrisa de primavera, desperdigando risas como flores de colores, retozando
mientras dibujabas caminos, rodeada de maravilla, volviendo hermoso cada
espacio por el que regabas tus pasos de niña tierna. Te vi cuando llegaste a
vivir a la misma calle en la que yo vivía y no fue necesario tenerte cerca para
saber que de alguna manera estabas conmigo.
¡Qué sensación tan extraña
habitaba mi cuerpo! ¿Qué duendecillo juguetón bailaba en el interior de mi
abdomen? ¿Qué alegría era capaz de tatuarme una sonrisa tan perfecta como la
que me visitaba en aquel momento? Sin tener las respuestas, me dediqué
a continuar viéndote vivir con felicidad hasta el momento en que ingresaste a tu
casa para compartir tu vida con los tuyos y hacerlos felices.
Al caer la noche, Hipnos intentó someterme a sus dominios,
sin embargo, acuso que su poder sobre mí no fue lo suficientemente insondable
por lo que no me fue difícil distraer su mandato hasta caer en la divagación. En
contraste con el profuso silencio que acompaña la intención de dormir, asomaba
a la distancia una mezcla incomparable de sonidos compuesta por el estridulo de
las chicharras, el ondeo de las cortinas azotadas por las ventiscas curiosas
que se escurrían por los marcos de la ventana de mi dormitorio y el sonido
suave pero constante del motor de la refrigeradora de mi casa.
Finadas las divagaciones
propias de darle libre albedrío al pensamiento, un recuerdo asaltó mi mente para
poseerlo sin excusas. Te pensé como si te estuviera viendo en ese mismo
instante y sentí nuevamente el baile del duendecillo en el interior de mi
abdomen. Debo confesar que aquella mañana se convirtió en una remembranza imposible
de olvidar pese a que millones de recuerdos han intentado vanamente ocupar su
lugar hasta el día de hoy.
La nueva mañana no distó
mucho de la precedente. Había nacido en mí una necesidad imperiosa por verte,
por disfrutar de tu presencia aunque fuera a la distancia, como un espectador
sentado en la galera. Pasé mirándote durante varias semanas hasta que se
presentó ante mí el momento en que precisé saber un poco más de ti y con tal intensidad
que mi necesidad hizo que dejara de lado la cruenta timidez que me había
vestido durante mi corta existencia.
Cierta tarde de diciembre me
asomé por la ventana y te vi jugando con un grupo de niñas. Aún con los ojos
cerrados era capaz de verte brillar como las luces fluorescentes en los
conciertos de música, podía distinguirte del resto del universo compartiendo tu
aura lúdica en cada paso fortuito que le ofrendabas a la tierra, en cada
carcajada que se hizo sinfonía en el más favorito de mis álbumes musicales. Un impulso
acorazado y sin miramientos me llevó a abandonar la ventana de mi habitación para
salir a darte el encuentro. Necesitaba saber tu nombre y que supieras que yo existía
muy cerca de ti, aunque eso implicara un mundo paralelo. De alguna forma
debía producirse una especie de “Big Bang” para que esta historia dejara de ser un monólogo y se convirtiera en una conversación.
Caminé lentamente hacia
ti, como quien no desea perderse un momento de ese trayecto, un instante de la
película, de esa distancia que se acortaba conforme mis piernas funcionaban con
las características de un metrónomo. En el ínterin, recibí el rebote de un
balón de vóley con el que jugabas junto a tus amigas. Encontré la excusa
perfecta para acercarme a ti. No lancé el balón de regreso, simplemente caminé los
pocos pasos que faltaban para acariciar tu presencia y te lo entregué en las manos.
Fue la primera vez que te vi cara a cara en todo el tiempo que te contemplé
desde el anonimato. Me dediqué a mirar tu
rostro unos segundos, como si tuviera que grabarme sus detalles para poder
plasmarlos en un dibujo. De repente pusiste tus manos sobre las mías y tomaste
el balón y me diste las gracias. Mi parte todavía consciente me dio la bofetada
precisa para reaccionar y romper mi silencio.
- Por nada- te dije. Me llamo
Fabián- pronuncié, esperando que también me revelaras tu nombre.
- Yo me llamo Almendra- me dijiste sonriendo y
desde ese momento entendí que la felicidad tenía nombre y vivía a cinco casas
de la mía. Luego de ello te fuiste a jugar con tus amigas mientras yo continué
caminando con dirección al parque para buscar a mis amigos. Del resto de aquel día
no guardo registro alguno pero en la noche que sobrevino no pude conciliar el
sueño. La emoción que tenía por mi encuentro con la niña del vestido blanco me
dejó con tanta energía que pasé las últimas horas del día trazando dibujos con
los flotadores oculares propios de mi miopía.
A decir verdad, por
aquellos tiempos, esa fue la victoria más grande que tuve contra mi timidez. No
fueron pocos los días en los que te veía pasar rumbo al parque o jugando con
tus amigas en la calzada de nuestra calle y sólo atiné a saludarte a la
distancia, esbozando una sonrisa, levantando la mano indecisamente o susurrando
un “hola” imposible de vencer los sonidos que moraban a plena luz del día. Así
pasaron los días, las semanas, los meses. Lo curioso de todo esto radica en que
yo sentía que siempre respondías cada una de mis sonrisas con otra realmente
hermosa y que me mirabas como si en tus ojos hubiera espacio para mí. Por lo
menos eso es lo que yo quería creer, aunque dicha aseveración era demasiado
subjetiva y tendenciosa.
Una morena tarde de febrero
volví a mí como lo hacen los soldados luego de recuperarse de las guerras, salí
de mi casa y caminé velozmente con dirección a tu casa. Nunca supe qué ataque
de valentía y decisión me poseyó aquella tarde, simplemente no soporté más mi
anonimato, mis sombras y temores y fui a encontrarte. Al llegar a tu casa toqué
el timbre dos veces y no fue mucho lo que tuve que esperar por una respuesta.
Salió tu mamá y le pedí hablar contigo. Luego de un par de minutos, abriste la
puerta y tu presencia me abordó el alma, llenando mis espacios vacíos, mis
carencias afectivas, la fe de ser más de lo que alguna vez pensé que se podía.
Al saludarte hurgué en aquella dulce mirada que siempre vestía tus ojos y te
pregunté cómo estabas. Todo marchaba bien, conversamos por varios
minutos hasta que una especie de explosión detonó en mi interior para regresarme
al mundo real, ese del que nunca puedes escapar, en el que vivimos de manera
inevitable. Me contaste que tu padre había conseguido un nuevo trabajo fuera del
país y que toda la familia iba a viajar en los próximos días. Había perdido tanto
tiempo, tantas posibles experiencias, tantas risas, sonrisas, momentos de
alegre compañía y quizá los de tristeza, había perdido tanto a causa de la
cobardía, la indecisión y mi condenada timidez.
En el fondo sabía que iba
a ser una de las últimas oportunidades para decirte lo que sentí al verte por
primera vez con aquel vestido blanco, para decirte que aún sentía, y con más
intensidad, la presencia de aquel duendecillo juguetón bailando en el interior
de mi abdomen, que me encantaba tu cabello largo ondeado, el color de tus ojos,
la mirada que de ellos brotaba, tu sonrisa y la luz que se esparcía acompañando
tu risa. En el parpadeo más corto de mi vida, consumé mi plan y luego me perdí
en el olvido por un tiempo. Pasados unos días, te fuiste y nunca más te volví a
ver, sentencié a mi timidez a cadena
perpetua, al destierro merecido a las tierras lejanas donde habita el
remordimiento sin oportunidad de redención. Aquella tarde en la que dejé salir mis
sentimientos ocurrió algo muy lindo, algo que hasta este instante me pone tibio
el corazón y que guardo en el espacio más vivo y privado de mi alma.
Niña del vestido blanco, te
prometo que si existe otra vida y te encuentro en ella, sólo necesitaré dos
segundos. Uno para hacerte recodar aquel amor por ti que se alojó en mi corazón infante y otro para abrazarte muy fuerte y nunca más
dejarte ir.