Lima, 08 de marzo
de 2003
Hola Nati:
Ha pasado mucho tiempo
desde la primera vez que te vi a través de mi ventana, parada en el umbral de
la tuya, con mi vista borrosa ocasionada por el imperio del astigmatismo y la
miopía, capaz de captar la figura de tu rostro pero no la belleza de sus
detalles. Tuvieron que pasar casi diez años para que mis ojos se liberaran de
sus telarañas, diez años llenos de incógnitas e hipótesis, de encuentros
fortuitos desde los matutinos hasta los nocturnos, todos a través de las mismas
ventanas, sin compartir alegrías y penas, logros y fracasos, veranos e
inviernos.
Mi excelsa timidez fue la
culpable de que nunca te haya saludado o por lo menos sonreído durante esos
casi diez años de neutralidad y, por qué no decirlo, de vergüenza desmesurada, sin embargo, por aquellos días llegué a una conclusión: “No hay vergüenza que dure diez
años ni ventana que la resista”. Fue por ello que ideé un plan para poder
conocerte y junté a mis amigos para planteárselos, aquellos amigos que también
conociste y con los cuales compartimos muchos momentos. La idea de “permitir”
el ingreso de chicas a un grupo exclusivo para varones fue extravagante y muy
moderna para nuestras vetustas mentes, algo semejante a la sola noción de que “los chicos del club de Toby” dejaran
ingresar a “la pequeña Lulú y sus amigas”
al “Club Secreto”.
El día llegó. Pactamos una
reunión en la terraza de la casa de mis padres, la misma que colindaba con la
casa de los tuyos. Lo primero por decir es que la impresión que tuve cuando te
vi aquella tarde cara a cara es incapaz de ser descrita en este pedazo de hoja.
Pese a ello, y apropiándome de la simpleza del que sólo desea comunicar, puedo
mencionar que aprendí a reconocer las facciones de tu rostro, tal como las
había imaginado desde siempre. Lo segundo por comentar es que la ventana de tu
cuarto se veía desolada cuando no estabas asomada por ella.
Aquella tarde, y parte de
la noche, mientras charlábamos, comencé a completar poco a poco el rompecabezas
que había formado sobre ti. A los pocos días cumplí años y una semana después
te tocó cumplirlos también. Fue lindo que formaras parte de mi celebración y
que formara parte de la tuya. Una nueva era estaba pariendo con el sol de cada
mañana, invitándome a abrir las ventanas y a correr las cortinas, dejando que
la luz vistiera mi habitación de día, poniendo en manos de la diosa Tique el destino de encontrarme o no contigo entre ese
cuadro de vidrios.
Los días transcurrieron y nuestros encuentros
fueron más frecuentes, incluso en la universidad, donde habías iniciado
el primer ciclo de estudios generales mientras yo estudiaba los primeros ciclos
de la facultad de leyes. Me viene a la mente la imagen de un amigo entrañable
que hasta ahora conservo y que fue profesor tuyo durante aquella época. Juan
Carlos Román Torero, tutor, colega, amigo y confesor que hasta ahora me sigue
preguntando por ti, como en aquellas oportunidades cuando quería hacerme pasar
vergüenza delante de toda tu clase en cada ocasión en la que me veía pasar por
alguno de los pasadizos donde estaba dictando cátedra. ¡Si supieras las
historias que él inventaba! Reminiscencias de larga data.
Tengo presente los dos primeros momentos en los
que quebranté mi timidez para acercarme un poco más a ti a pesar que luego me
escondí un poco para recuperar el color. Quizá aquella estrategia no haya sido más
que una imitación lúdica de una de las tesis de Lenin que señala que “a veces hay que retroceder un paso para avanzar
dos”. Uno de esos momentos fue el día que te regalé el CD “Días y Flores” de Silvio Rodríguez.
Quería compartir contigo un poco de la esencia que había formado parte de mí
desde niño, el sentir del trovador, del cantor que busca justicia a través de
la combinación de su voz y los acordes de una guitarra, del poeta que explota
su romanticismo hasta convertirlo en polvo de estrella. El otro momento fue la
tarde en la que te obsequié un leoncito guardado dentro de una pequeña lata de
colores. Recuerdo que cuando lo vi en la vidriera de una tienda no pude
resistirme a la idea de comprarlo para ti. Era muy graciosa la cara del leoncito
y pensé que había una oportunidad de que él te arrancara una sonrisa. Felizmente
así ocurrió.
Y pasaron las semanas y los meses y nuestra
amistad se fue enriqueciendo. Mi necesidad de verte se hacía notar en algún
momento del día aunque no en todas las ocasiones era satisfecha pues tu afán
por el estudio de los cursos de la universidad y del francés te tenía bastante
ocupada. Ello era inteligible pues siempre me demostraste ser responsable y
disciplinada, cualidades que no eran, y aún no son, muy comunes para chicos de
la edad que tenías.
Hasta entonces, los
intereses y prioridades en mi vida convergían en dos temas que me apasionaban
de manera inconmensurable: El fútbol y la música. Jugar a la pelota con los
amigos y tomar una guitarra para cantar y componer eran pan de cada día.
También esperaba los fines de semana para ver los partidos de Sporting Cristal.
Aquellas cosas tenían mi mente totalmente ocupada a tal punto de descuidar mis
estudios universitarios y de no tener tiempo para otra cosa. Sin embargo, el
tiempo me demostró que las cosas más bellas nacen sin que uno las espere y mucho
menos las planifique.
Era extraño para mí que
pasara un día completo sin tener noticias tuyas, sin que conversáramos sentados
en las bancas del parque o habláramos por teléfono. Los sábados por la mañana
te convertiste en el público predilecto que escuchaba los ensayos de mi grupo
de neo folklore, los oídos que representaban mi más importante audiencia, la
que no aplaude pero sonríe, la que estaba atenta sin desconcentrarse para poder
estudiar, la primera de la fila, la última en retirarse.
La vida es muy peculiar en
ocasiones, de ello no me cabe duda. Mi afán por conocer más de ti sobrepasó la
idea original de acercar nuestras ventanas. Lo más curioso fue que en el
intento de conocerte me fui conociendo más a mí mismo, redescubriendo las zonas
pocas veces exploradas de mi interior, abriendo las puertas a la iniciativa para
encontrar nuevas formas de compartir minutos junto a ti. Por ello fui, por
ejemplo, al “Blockbuster”, que en aquella época quedaba en la avenida Raúl
Ferrero y alquilé la película “Siete Pecados Capitales” para verla en mi casa,
o me pasé calentando por casi cuatro horas el horno de adobe de la casa de mis
padres para cocinar una pizza para ti. Algo me estaba ocurriendo. Un
sentimiento me estaba asaltando el corazón, desnudándolo por completo, cambiando
el orden de mis prioridades, poniendo de cabeza lo que durante mucho tiempo
creí tener bajo control. No había marcha atrás amiga mía. Me había enamorado de
ti y no pasó mucho tiempo para aceptarlo.
Lo que sentía era muy
complicado de mantener sellado entre mis dientes. Los espacios silentes iban
desertando ante la necesidad del nacimiento de mis palabras. Necesitaba hablar
con mis amigos, con los grandes, los del día a día, los de las noches en vela,
los de las madrugadas confesas, aquellos que merecían saber y quizás hasta
decir. En esos días, Jose y yo íbamos juntos a casi todos lados, fue una
amistad que se hizo muy fuerte gracias a los momentos vividos. No deja de ser
cierto que Jorge era, y es hasta ahora, como un hermano, pero en ocasiones las
decisiones que tomamos nos abren las puertas de los caminos más inhóspitos.
Te cuento, querida amiga,
que un sábado por la tarde tomé el teléfono y llamé a Jose para pedirle que nos
veamos en nuestra banca del parque porque tenía algo muy importante que decirle.
Quedamos en vernos media hora después. Cumplido el plazo, nos encontramos en el
punto pactado y, luego de saludarnos como siempre, le dije que quería contarle
algo que estaba sintiendo desde hace algún tiempo cuando de pronto me interrumpió
de manera casual y me dijo que me quería decir algo. En ese momento, tomé una
de las decisiones que más me he cuestionado en la vida, no por pensar que mi
vida podría haber sido diferente, sino porque la frase “que hubiera sido si” jamás
abandonó mi mente. En aquel momento decidí dejarlo hablar a pesar que mi
necesidad me estaba partiendo el cuerpo en dos. Siempre fui así. Los amigos
eran mis hermanos y ellos siempre eran primero que yo. Al escuchar lo que Jose
me quería decir me quedé perplejo, sin oxígeno, invadido por una corriente de
frío que turbó mis nervios y me dejó sin piso. Jose me confesó que le gustabas
mucho y que no sabía cómo hacer para acercarse más a ti. No recuerdo mucho
sobre el resto de la conversación pero estuvimos en aquella banca por casi dos
horas. Cuando se hizo oportuno mi turno para contarle lo que desde un inicio
había pretendido sólo atiné a improvisar algún tema que me hiciera zafar del
momento. Como te digo líneas arriba, para mí los amigos eran como hermanos, y
Jose en especial. Algún código que no sabía que tenía en mis principios me
indicó que lo mejor era guardar silencio y en el mejor de los casos, tratar de
que por lo menos uno de los dos fuera feliz con la persona que quería.
Luego de aquella tarde,
donde paradójicamente me quedé impávido, el cielo, en su demostración más
mítica, no se detuvo y a pesar que mi corazón nunca dejó de latir sabía que de
alguna manera tenía que tratar de controlar el raudal y el fulgor de un
sentimiento que por naturaleza es indomable. Era imposible verte y convencerme
a mí mismo que podía solapar lo que sentía frente a los demás por lo que no dudé
en aceptar la visita de la complicidad.
Durante aquellos días,
Pepe y yo llevábamos cursos de inglés en el Centro de Idiomas de la Católica.
Fueron varios viajes de ida y vuelta durante varios días de la semana. Bastó
uno de ellos para que mi querido amigo me preguntara si sentía algo por ti. La
repuesta se caía de madura. Segundos después, empezó a llamarme “cousin”, así como suena, sin que importasen las clases de inglés que nuestros padres
pagaban. Fue como su aprobación explícita e indirecta para que yo hiciera lo
que creyera pertinente. Me sentí muy bien y abordé a una dulce realidad: “Este
Quijote ya tenía un Sancho Panza”.
Como dice el conocido
locutor Roberto Zegarra: “el tiempo para,
el tiempo no se detiene, el tiempo sigue su curso”, y efectivamente, no paró,
no se detuvo, siguió su curso. Mi necesidad de verte se tornó superlativa en
los días que me distanciaron de aquella tarde en la que me reuní con Jose. Sólo
necesitaba buscar tu compañía y averiguar qué sentimientos rozaban tu corazón.
Nuestros encuentros fortuitos dejaron de serlo y caí en cuenta que poco a poco
había sido desplazado al intentar vivir en un universo paralelo. La presencia
de una amiga en común, más tuya que mía, ocasionó una revolución en mi forma de
vivir y me dejé llevar por la marea como un bote resignado a la deriva. Tu
acercamiento con Jose no hizo otra cosa que abrir la cerca que retenía mis
demonios y, como caballos, éstos salieron a recorrer el mundo dejándome con la
necesidad de cubrir un gran vacío. En varias ocasiones he pensado que debí irme,
escapar de todo y rescatar lo poco bueno que tenía de mi vida y conservarlo
fuera de la contaminación de la madurez. El resto de la historia ya la sabes, o
por lo menos crees saberlo. He pasado por años muy difíciles, llenos de
dificultades, tropiezos, desolación y exacerbada soledad. Mucho he perdido y en
esa ruta el dolor me ha sido fiel y aun así en una semana cumplo veinticinco
años. Me acabo de asomar por la ventana de mi antiguo cuarto y ya no te veo en
el tuyo. La ventisca escurridiza que aplana mi rostro me saca de la hipnosis a
la que me transporta el recuerdo, lo añoranza, la melancolía. Te he necesitado
mucho, en todos estos años en los que te he visto pasar y jamás detenerte,
en los que te vi partir y nunca volver, en los que te he pensado tanto y por
poco te he vuelto realidad.
Los días, meses y años han
pasado y las heridas nunca han terminado de cerrar. Por encima de los
sentimientos que tuve por ti, tenía y aún tengo nuestra
amistad a buen recaudo que, gracias a mis errores, se volvió etérea pero quizá con el tiempo recuperable.
Hay temas que he dejado en el ático hasta una próxima “limpieza de primavera”,
cuando por fin abra las ventanas y corra las cortinas nuevamente y sienta que,
esté donde esté, desde la ventana en la que me encuentre, todavía existe la
esperanza de que al frente te encuentres engalanando otra ventana desde la cual
estarás sonriéndome, regalándole luz a cada rincón de mis ojos, usando tus
lentes preparada para leer algún informe o material de trabajo o quizá junto a
tus hijos. En ese momento, suspirando como si la hora me hubiera llegado o como
si le estuviera debiendo minutos a mí historia, te diré con todo el cariño que
cabe en mi corazón: “bienvenida Nati, yo nunca me fui. Siempre estuve aquí.
Con mucho cariño, desde mi ventana.